Desmontando al artista
Cojo el lápiz y pongo al descubierto las entrañas de El artista del
mundo flotante. Delimito las costuras; los engranajes que
constituyen el detonante de la acción, que es ese momento en el que picas el
anzuelo, los resalto; dibujo un círculo enorme sobre los párrafos que conforman
el primer punto de giro, que es el instante a partir del cual todo se acelera y se
complica y uno ya sólo quiere saber cómo va a acabar la historia, qué será de
esa pobre gente, y le da igual el tono del narrador y las descripciones y demás
monsergas; releo hasta detectar los bajones de intensidad, los trucos que
Ishiguro utiliza para introducir los personajes,
para levantar sospechas que sustenten la intriga durante un puñado de páginas, y llego al segundo punto de giro, al momento agorero, a la escena en que todo se vuelve negro y los cuervos
levantan el vuelo y tú piensas, de ésta ¿cómo demonios va a salir el
protagonista? Pero llega el clímax, la situación más dramática posible
que esa estructura de personajes puede soportar, y, como siempre, todo se resuelve. Luego amaina la tormenta, se atan los últimos cabos y se pone el punto y final.
Poner al descubierto el esqueleto de una gran obra es como abrir la caja de un
reloj y dedicarse a husmear en el engranaje con el fin de averiguar cómo se las
han ingeniado otros para hacer que funcione perfectamente, es
aprender de los errores ajenos, es copiar, es detectar debilidades y fortalezas
en ti y en los demás, es avanzar utilizando ideas que otros pensaron, es saltar
sobre los errores que no llegarás a cometer gracias a ellos, es, en definitiva, fundamental para escribir. Tan fundamental como probar y errar y volver a probar, tan
fundamental como preparase, como pararse a pensar, como
insistir, como aguantar. Y tan fundamental como, a veces, olvidarlo todo y simplemente dejarse llevar.
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