lunes, 8 de abril de 2013

Desmontando al artista

Desmontando al artista


Cojo el lápiz y pongo al descubierto las entrañas de El artista del mundo flotante. Delimito las costuras; los engranajes que constituyen el detonante de la acción, que es ese momento en el que picas el anzuelo, los resalto; dibujo un círculo enorme sobre los párrafos que conforman el primer punto de giro, que es el instante a partir del cual todo se acelera y se complica y uno ya sólo quiere saber cómo va a acabar la historia, qué será de esa pobre gente, y le da igual el tono del narrador y las descripciones y demás monsergas; releo hasta detectar los bajones de intensidad, los trucos que Ishiguro utiliza para introducir los personajes, para levantar sospechas que sustenten la intriga durante un puñado de páginas, y llego al segundo punto de giro, al momento agorero, a la escena en que todo se vuelve negro y los cuervos levantan el vuelo y tú piensas, de ésta ¿cómo demonios va a salir el protagonista? Pero llega el clímax, la situación más dramática posible que esa estructura de personajes puede soportar, y, como siempre, todo se resuelve. Luego amaina la tormenta, se atan los últimos cabos y se pone el punto y final.

Poner al descubierto el esqueleto de una gran obra es como abrir la caja de un reloj y dedicarse a husmear en el engranaje con el fin de averiguar cómo se las han ingeniado otros para hacer que  funcione perfectamente, es aprender de los errores ajenos, es copiar, es detectar debilidades y fortalezas en ti y en los demás, es avanzar utilizando ideas que otros pensaron, es saltar sobre los errores que no llegarás a cometer gracias a ellos, es, en definitiva, fundamental para escribir. Tan fundamental como probar y errar y volver a probar, tan fundamental como preparase, como pararse a pensar, como insistir, como aguantar. Y tan fundamental como, a veces, olvidarlo todo y simplemente dejarse llevar.

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