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martes, 8 de octubre de 2013

MP 119


Monstruos perfectos
-119-
-El orgullo es una cosa que hay que saberla tener. Si tienes poco, malo; te avasallan y te toman por cabeza de turco. Si en cambio tienes mucho, peor; entonces eres tú mismo el que te pegas el tortazo. Lo que hay que tener es aplomo, en esta vida, para no ser la irrisión de nadie ni tampoco romperte la cabeza en tu propia arrogancia.
El Jarama, 1955. Rafael Sánchez Ferlosio.

miércoles, 2 de octubre de 2013

El Jarama, tío serio



El Jarama, tío serio

No hay mayor grandeza que la grandeza que se desprecia a sí misma. Cervantes sería más grande si hubiese despreciado El Quijote, si lo hubiese escrito con veinte años y después, como desilusionado por lo logrado, hubiese renunciado a escribir nada más por el mero hecho de no contribuir al embrutecimiento de este estercolero que es la narrativa, la actual y la pasada, solo que la mierda pasada se descompone más rápidamente que los diamantes y se la lleva el torrente de los ríos de los años a formar parte del olvido. Esta es la grandeza de Rafael Sánchez Ferlosio con El Jarama, la del autodesprecio. Pero claro, eso enaltece, genera hordas de fieles seguidores y admiradores, cuando la obra es magna (presente un admirador, quede claro).

Parece como si, antes incluso de escribirla, Rafael ya estuviese resentido con ella y se hubiese dedicado a ponerle palos en las ruedas. Para empezar, los nombres insulsos: el del autor, Rafael Sánchez, y el de la novela: El Jarama, que recuerda a un páramo castellano a los que quedamos lejos de su ubicación, a un río, claro, qué genialidad, o a un circuito de carreras ahora, en fin, todo un ingenio de título que llega a dolerles en el alma a los pobres bachilleres cuando la profesora de literatura les anuncia que hay que leerlo para este cuatrimestre. Me da que Rafael lo hizo a propósito, título insulso para novela insustancial. Pensó, voy a escribir algo que no tenga trama, que no vaya de nada, y más aún, voy a poner unos personajes que no tengan el menor interés, gente vulgar y corriente, una taberna con parroquianos ociosos que juegan a las cartas, unos chavales que vienen a bañarse en el río… nada más. Lo único, por decir algo, es que la cosa sucede en domingo, pero también podría haber pasado un martes, por ser todavía más gris. Pero lo cierto es que le salió una obra maestra que, sin necesidad de artilugios, casi sin trucos narrativos, sin asesinatos ni intrigas, sin trama, sin ganas, te atrapa en cada párrafo, en cada matiz, en la forma que toma la luz del sol al entrar por la puerta de la taberna, en ese diálogo tan perfecto que es imposible deshacerte de la sensación de realidad, de que lo que lees es realidad, y de eso va la literatura al fin y al cabo.

Así que Rafael ganó el Nadal. Luego, se calló por mucho tiempo. Artículos y ensayos y cosas de intelectuales pero poca chicha de la que todos querían, de ficción. Unos años después, para colmo, repudia públicamente la obra, de ella dice con desprecio que no merece ser leída; más tarde, no sé dónde, añade que lo único que vale un duro de El Jarama es el pequeño prólogo (de un tal don Casiano) que utiliza para encuadrar geográficamente la historia, algo así como el mapa que te ponen en la contracubierta de los libros de piratas; y finalmente, el día que le conceden el Premio Nacional de las Letras, va y suelta que se considera sobrevalorado.

Creo que escribió hace poco una novela, pero quiero pensar que no lo ha hecho, que no ha caído en la moderna tentación del acumulamiento. Rafael, ya no hace falta que hagas nada más, de hecho, mejor si no haces nada más, si te estás sentadito, mano sobre mano viendo pasar las nubes, esperando la muerte que te consagre. A no ser que saques otra joya y eso va a ser complicado porque superar El Jarama no lo ha hecho nadie aún en España y también sería casualidad que fueses a ser tú, precisamente, quien lo hiciese. Y Rafa, a pesar de tu empeño, El Jarama es la leche y la vamos a seguir leyendo y admirando.
  
       -¿Me dejas que descorra la cortina?
   Siempre estaba sentado de la misma manera: su espalda contra lo oscuro de la pared del fondo; su cara contra la puerta, hacia la luz. El mostrador corría a su izquierda, paralelo a su mirada. Colocaba la silla de lado, de modo que el respaldo de ésta le sostribase el brazo derecho, mientras ponía el izquierdo sobre el mostrador. Así que se encajaba como en una hornacina, parapetando su cuerpo por tres lados; y por el cuarto quería tener luz. Por el el frente quería tener abierto el camino de la cara y no soportaba que la cortina le cortase la vista afuera de la puerta.
    -¿Me dejas que descorra la cortina?
   El ventero asentía con la cabeza. Era un lienzo pesado, de tela de costales.
  Pronto le conocieron la manía y en cuanto se hubo sentado una mañana, como siempre, en su rincón, fue el mismo ventero quien apartó la cortina, sin que él se lo hubiese pedido. Lo hizo ceremonioso, con un gesto alusivo, y el otro se ofendió:
  -Si te molesta que abra la cortina, podías haberlo dicho, y me largo a beber en otra parte. Pero ese retintín que te manejas, no es manera de decirme las cosas.
   -Pero hombre, Lucio, ¿ni una broma tan chica se te puede gastar? No me molesta, hombre; no es más que por las moscas, ahora en el verano; pero me da lo mismo, si estás a gusto así. Sólo que me hace gracia el capricho que tienes con mirar para afuera. ¿No estás harto de verlo? Siempre ese mismo árbol y ese cacho camino y esa tapia.
El Jarama, 1955. Rafael Sánchez Ferlosio