Una aproximación a la realidad
Que la realidad es algo más que las sombras que tenemos frente a
nuestras narices ya lo dijo el filósofo, y que todo es del color del cristal con
que se mira también. Que en
el fondo la realidad es sólo una fuente de estímulos que nuestro cerebro tendrá
que procesar e interpretar y que no es necesaria siempre y cuando tengamos la
capacidad de reproducir esos estímulos, digamos, de forma artificial, lo
dijeron hace poco los hermanos Wachowski en Matrix, lo dicen día sí y día
también los fanáticos de la realidad virtual y, bueno, llevamos hace mucho
tiempo escuchando música sin necesidad de asistir a un concierto, música que
está almacenada en un disco duro y nos meten por las orejas con unos simples auriculares.
Así que eso que llamamos “realidad” se desmorona
tan fácilmente como un polvorón que queremos comer a pedacitos y llega un
momento en que uno no sabe a qué atenerse. ¿Es una rosa lo que huele o alguien nos está echando perfume en la nariz? Y lo que es más, ¿qué demonios sucede cuando
leemos en una novela que “el jardín olía a rosas”? ¿Estamos oliéndolas o no?
Los
estímulos pueden suplantar a la realidad, pero ¿puede el lenguaje suplantar a los
estímulos y, por tanto, a la propia realidad?
Pues parece ser que sí, en cierto modo, y que esa es precisamente una
de sus funciones más importantes, la de suplantar. Pero por más que yo escriba
aquí que los naranjos están en flor y que cuando empieza a anochecer, allá donde vayas, te envuelve el
olor a azahar no van ustedes a olerlo, como mucho van a saber lo que quiero decir,
van a comprenderme, tal vez a recordar ligeramente cómo olía cuando lo tuvieron cerca, en definitiva, van a imaginarlo.
El lenguaje
puede aproximarse a la realidad, puede persuadirnos de que no son sólo palabras,
pero para llegar a rozarla hay que saber usarlo como lo hace, por poner un ejemplo que he descubierto
recientemente, Antonio Muñoz Molina en Sefarad. Lean el siguiente fragmento y
díganme si no han notado la fría tijera.
Mi padre me llevaba de la mano a la
barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo
era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón
para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía
a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y
las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo
oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el
tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no
eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de
pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho
la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe
Morillo me decía, “cierra bien los ojos”, y era que iba a cortarme el flequillo
recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían
sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y
las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya
podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida
en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los
ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él.