Monstruos perfectos
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Viajar sirve sobre todo para aprender sobre el país del que nos hemos marchado.
Viajar sirve sobre todo para aprender sobre el país del que nos hemos marchado.
Que la realidad es algo más que las sombras que tenemos frente a
nuestras narices ya lo dijo el filósofo, y que todo es del color del cristal con
que se mira también. Que en
el fondo la realidad es sólo una fuente de estímulos que nuestro cerebro tendrá
que procesar e interpretar y que no es necesaria siempre y cuando tengamos la
capacidad de reproducir esos estímulos, digamos, de forma artificial, lo
dijeron hace poco los hermanos Wachowski en Matrix, lo dicen día sí y día
también los fanáticos de la realidad virtual y, bueno, llevamos hace mucho
tiempo escuchando música sin necesidad de asistir a un concierto, música que
está almacenada en un disco duro y nos meten por las orejas con unos simples auriculares.Mi padre me llevaba de la mano a la barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe Morillo me decía, “cierra bien los ojos”, y era que iba a cortarme el flequillo recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él.