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viernes, 22 de febrero de 2013

MP 34


Monstruos perfectos
-34-
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Un día perfecto para el pez plátano. Nueve cuentos, 1953. J. D. Salinger.

lunes, 17 de diciembre de 2012

¡Seymour, por Dios!


¡Seymour, por Dios!

Jerome David Salinger, el autor de ese libro que llevaba el asesino de John Lennon en el bolsillo en el que no llevaba la pistola, publicó oficialmente cuatro libros.

A parte del aludido, los otros tres están dedicados a la familia Glass, una familia de siete hermanos superdotados, y en ellos se narran algunas escenas puntuales de sus vidas.

En resumen, como es imposible saber cómo actúa un superdotado, y mucho menos cómo piensa, a Jerome le salió una familia de inadaptados, egocéntricos y depresivos; es decir, más bien tipos raros que niños sabios. No consigue convencernos, lo que resta potencial a su obra; pero lo peor es que ni siquiera era necesario, porque vistos únicamente como tipos con taras, imperfectos, son tan hermosos, escribe tan bien Salinger sobre ellos.

Uno se enamora de Seymour, el hermano mayor, le coge cariño, aunque apenas es un mito, una especie de fantasma que recorre las escuetas páginas de esos tres libros. Aparece siempre indirectamente, oculto por el velo de la admiración que por él sienten sus hermanos, camuflado por los problemas que le granjea su desordenada personalidad. Se sabe de él a través de alusiones, de recuerdos, de conversaciones. Le vemos únicamente en ese cuento tan maravilloso (Un día perfecto para el pez plátano), de ese conjunto de cuentos inmejorable que es Nueve Cuentos.

Al resto de hermanos también se les quiere (Franny, Zooey, Buddy..., ¡hasta a la madre!), aunque de algunos se haya prácticamente olvidado Jerome, como si hubiese descartado los menos interesantes, o como si tuviese planeado escribir con detalle sobre ellos pero luego se hubiese cansado y hubiese dicho, bueno, va, lo dejo estar aquí que ya está bien.

Si Vargas Llosa es el mejor contador de historias que existe, palabras de Montero Glez que suscribo, Salinger es el mejor contador de escenas que conozco, palabras que he leído en alguna parte.

¿Quieren coger un taxi y atravesar Madison Avenue sin necesidad de viajar a NYC? ¿Quieren tener un apartamento en el Upper East Side sin necesidad de robar las nóminas de sus empleados? Lean, mejor, relean, saboreen, paladeen Levantad carpinteros la viga maestra. Les aseguro que, en algunos aspectos, es mejor que estar allí.

Cuando murió Salinger, hace ya casi tres años, pensé que tal vez pudiésemos saber un poco más de esa encantadora familia de tipos traumatizados, que alguien sacaría de dentro de un baúl cuatro o cinco obras inéditas y que, seguramente, más de una de ellas estaría dedicada a su querida familia Glass.

Pero parece que no va a ser así, que Jerome se tiró a la bartola allá en su rancho de New Hampshire, donde pasó la última parte de su vida. Lástima, porque hubiese sido un buen regalo de despedida.

“Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrigo ni nada. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imaginan ustedes las cosas que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquiera se molestaba nadie en bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tío en calzoncillos, que tenía el pelo gris y una facha de lo más elegante, hacer una cosa que cuando se la cuente no van a creérsela siquiera. Primero puso la maleta sobre la cama. Luego la abrió, sacó un montón de ropa de mujer, y se la puso. De verdad que era toda de mujer: medias de seda, zapatos de tacón, un sostén y uno de esos corsés  con las ligas colgando y todo. Luego se puso un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a pasearse por toda la habitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y fumando un cigarrillo mientras se miraba al espejo.


El guardián entre el centeno, 1951. J.D. Salinger.