Mostrando entradas con la etiqueta Martin Amis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Martin Amis. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de marzo de 2013

Tirar del hilo



Tirar del hilo

Uno de los mayores placeres que existen es el del descubrimiento. En un libro, en una película, en un experimento científico o en la vida real. La conmoción del descubrimiento, la sorpresa de lo nuevo, de lo inesperado, la comprensión repentina de que estábamos equivocados, o, sencillamente, de que ni en lo más íntimo de nuestra imaginación se concebía esa posibilidad que ahora, con insultante nitidez, tenemos frente a los ojos, produce un deleite especial, distinto al que produce el amor, la recompensa merecida, la superación personal o la generosidad. Éste es más cercano a la alegría, pues no en vano un descubrimiento es un premio, y quién no se alegra cuando le toca un premio.

A la búsqueda de un descubrimiento guiado por un interés en particular se le llama investigación. Me parece más apropiada la palabra francesa “recherche”, la catalana, “recerca”, o la inglesa “research” para describir lo que hace un investigador: perseguir, buscar, rebuscar, hasta cercar, hasta forzar a que aparezcan los descubrimientos. Cuánto conocimiento hay en ese prefijo que denota insistencia "re", y en el propio núcleo de la palabra, del latín “circare”, vagar en círculo, intensamente, hasta estrechar el cerco y poder gritar: ¡Eureka!

Hace unas semanas me acerqué a la biblioteca y sufrí una serie de descubrimientos. Unos casuales, otros buscados. Me habían dicho que mi libro de cuentos había sido subrayado por los lectores que a lo largo de estos últimos años habían tenido a bien leerlo, y sentía curiosidad por conocer cuáles, de entre las frases y párrafos que yo había escrito, habían sido diferenciados. Pero mientras paseaba la vista por encima de los lomos de los libros de la estantería tropecé con uno titulado El infierno americano, de Martin Amis, y como yo había leído Tren Nocturno, que no me gustó, pero que tenía algo, y como cuando estuve en Nueva York le había visto en persona, junto al East River, leyendo un fragmento de su última novela, decidí detenerme en él un instante. Lo abrí al azar y leí un fragmento en el que Martin hablaba de Diana Trilling, una de las grandes damas de la literatura en Nueva York. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que Diana Trilling había vivido, ni más ni menos, que en la avenida Claremont, justo enfrente del apartamento del Morningside Heights en el que yo había residido por seis meses, la misma avenida por la que pasaba cada día para ir a trabajar, a correr o a comprar el helado al Deli de la esquina.

Me lo llevé a casa y el siguiente descubrimiento fue su contenido. Es un libro de entrevistas y reflexiones sobre importantes iconos estadounidenses que se lee con un placer creciente y permite comprender, un poco mejor, lo bueno y lo malo de la personalidad de los imperialistas del otro lado del charco. 

Descubrí también a un escritor que yo pensaba oscuro y confuso, convertido de pronto, en aquellas páginas, en un periodista cristalino, incisivo y ameno, y sentí una pequeña alegría.


El libro de Martin Amis me ha ayudado también a llevar a cabo un pequeño proceso de investigación. En el capítulo dedicado a Norman Mailer descubrí, por una alusión, que existía una película ambientada en el Nueva York de principios del siglo pasado, Ragtime, basada en la novela homónima de E.L. Doctorow; leyendo la novela descubrí al fotógrafo Jacob Riis, cuyas fotos de los suburbios neoyorquinos me hicieron pensar en el aspecto de las calles que hoy están repletas de turistas, pero que aún conservan edificios de aquella época; eso me llevó a recordar los primeros rascacielos que se construyeron, los de ladrillo rojo y arrabio, y leyendo sobre ellos, descubrí que no fue sino el desarrollo de los nuevos métodos de fabricación del acero vinculados a la revolución industrial, la invención del ascensor y el fuerte crecimiento demográfico urbano lo que los hizo posibles; eso me trajo a la mente la figura de Henry Frick, magnate del coque y el acero que se enriqueció gracias al auge de la metalurgia y, entre otras muchas cosas, se compró una mansión en la Quinta Avenida, frente a Central Park (actual sede de la Frick collection), el lugar por donde, según se cuenta en las primeras páginas de Ragtime, un día de principios del siglo XX, una familia de emigrantes del este de Europa que malvive en el mugriento Lower East Side, se permite el lujo de pasear, derrochando en el tranvía doce de los céntimos que tanto les cuestan ganar, para contemplar con admiración y rabia las mansiones de la parte alta de la ciudad. Sus propietarios las llaman palacios.