¿Qué dices, abuelo?
No entendemos a nuestros padres. Nuestros hijos no nos entenderán, ni
nosotros a ellos tampoco. Apenas veinte, treinta años y el mundo ha cambiado. Y
lo que era importantísimo, lo que regía el comportamiento y la valoración que
merecen las personas, se convierte de pronto en un lastre, en una molestia, en una rigidez
que imposibilita la evolución natural, la modernidad. Lo vemos en El abuelo,
la fantástica novela-teatro de Benito Pérez Galdós en la que asistimos al
desmoronamiento de una forma de ver y entender el mundo, la del honor, la de la
moral estricta, la de la verdad por encima de todo que propugna el Conde de
Albrit, frente a la del relajamiento moral que defienden los de la generación
siguiente: el cura, el médico, la Condesa; necesaria flexibilidad sin la cual
no se puede avanzar, argumentan.
Siente uno profunda cercanía hacia la forma de
pensar del abuelo-Conde, pues en su solidez imperturbable se vislumbra algo de
abanderado de causa justa, de garante de la justicia, de lo auténtico; sin embargo, más bien opina que, si en vez
de estar aquí, en el sofá leyendo, estuviese allí, aguantándole el capricho y
la murga, se pondría de parte de sus enemigos. Porque la flexibilidad también
es una virtud, se mire por donde se mire.
Parejo a este desmoronamiento de los
principios morales presenciamos también en el libro un desmoronamiento de la
estructura social vigente a comienzos del siglo XX, es decir, del asunto monetario,
que fluye desde el estrato aristócrata hacia el estrato burgués, que no es más
que el pueblerino trabajador y ahorrador que ha podido comprarle su casa al que
años ha era dueño de todo lo que abarcaba la vista; lo que lleva a pensar si no
será condición necesaria lo uno de lo otro, el desmoronamiento moral, digo,
para cambiar las cosas.
Escena V
Sala baja en la
Pardina.
LUCRECIA, sentada,
melancólica, mirando al suelo; el CONDE, que entra por
el foro.
EL CONDE.-
Señora Condesa... (Se inclina respetuosamente. Saluda ella con fría
reverencia.) Agradezco a usted que haya tenido la bondad de
concederme esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande haya tenido
que venir a Jerusa. (Toma una silla, y se sienta cerca de ella.)
LUCRECIA.- Es
obligación sagrada para mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier parte.
Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su hija.
EL CONDE.- Pero
ya no... Esos tiempos pasaron... Fue usted, como si dijéramos, una hija
eventual... transitoria, una hija de paso...
LUCRECIA.- (Esforzándose
en sonreír para engañar su miedo.) Y a las hijas de paso... cañazo.
EL CONDE.-
Extranjera por la nacionalidad, y más aún por los sentimientos, jamás se
identificó usted con mi familia, ni con el carácter español. Contra mi
voluntad mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija de un irlandés
establecido en los Estados Unidos, el cual vino aquí a negocios de petróleo... (Suspirando.)
¡Funestísima ha sido para mí la América!... Pues bien: como todo el mundo sabe,
me opuse al matrimonio del Conde de Laín; luché con su obstinación y ceguera...
fui vencido. Me han dado la razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo
infeliz a mi hijo, y acelerando su muerte.
LUCRECIA.- (Airada,
y todavía medrosa.) Señor Conde... eso no es verdad.
EL CONDE.- (Fríamente
autoritario.) Señora Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobre hijo
ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.
LUCRECIA.- (Sacando
fuerzas de flaqueza.) No puedo tolerar...
EL CONDE.-
Calma, calma. No se acalore usted tan pronto... cuando apenas he comenzado...
LUCRECIA.- Es
monstruoso que se me pida una entrevista para mortificarme, para ultrajarme. (Afligida.)
Señor Conde, usted nunca me ha querido.
EL CONDE.-
Nunca... Ya ve usted si soy sincero. Mi penetración, mi conocimiento del mundo
no me engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve por
mala, y si en algo han fallado mis augurios ha sido en que... en que salió
usted peor de lo que yo pensaba y temía.
El abuelo, 1904. Benito Pérez Galdós.