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miércoles, 23 de abril de 2014

MP 170


Monstruos perfectos
-170-
Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de Doña Francisca; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.
Trafalgar, 1873. Benito Pérez Galdós.

martes, 4 de junio de 2013

MP 83



Monstruos perfectos
-83-
En la relajación a que hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.

El abuelo, 1904. Benito Pérez Galdós.

viernes, 24 de mayo de 2013

¿Qué dices, abuelo?


¿Qué dices, abuelo?


No entendemos a nuestros padres. Nuestros hijos no nos entenderán, ni nosotros a ellos tampoco. Apenas veinte, treinta años y el mundo ha cambiado. Y lo que era importantísimo, lo que regía el comportamiento y la valoración que merecen las personas, se convierte de pronto en un lastre, en una molestia, en una rigidez que imposibilita la evolución natural, la modernidad. Lo vemos en El abuelo, la fantástica novela-teatro de Benito Pérez Galdós en la que asistimos al desmoronamiento de una forma de ver y entender el mundo, la del honor, la de la moral estricta, la de la verdad por encima de todo que propugna el Conde de Albrit, frente a la del relajamiento moral que defienden los de la generación siguiente: el cura, el médico, la Condesa; necesaria flexibilidad sin la cual no se puede avanzar, argumentan.

Siente uno profunda cercanía hacia la forma de pensar del abuelo-Conde, pues en su solidez imperturbable se vislumbra algo de abanderado de causa justa, de garante de la justicia, de lo auténtico; sin  embargo, más bien opina que, si en vez de estar aquí, en el sofá leyendo, estuviese allí, aguantándole el capricho y la murga, se pondría de parte de sus enemigos. Porque la flexibilidad también es una virtud, se mire por donde se mire.

Parejo a este desmoronamiento de los principios morales presenciamos también en el libro un desmoronamiento de la estructura social vigente a comienzos del siglo XX, es decir, del asunto monetario, que fluye desde el estrato aristócrata hacia el estrato burgués, que no es más que el pueblerino trabajador y ahorrador que ha podido comprarle su casa al que años ha era dueño de todo lo que abarcaba la vista; lo que lleva a pensar si no será condición necesaria lo uno de lo otro, el desmoronamiento moral, digo, para cambiar las cosas.



Escena V  

Sala baja en la Pardina.
LUCRECIA, sentada, melancólica, mirando al suelo; el CONDE, que entra por el foro.
     EL CONDE.- Señora Condesa... (Se inclina respetuosamente. Saluda ella con fría reverencia.) Agradezco a usted que haya tenido la bondad de concederme esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande haya tenido que venir a Jerusa. (Toma una silla, y se sienta cerca de ella.)
     LUCRECIA.- Es obligación sagrada para mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier parte. Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su hija.
     EL CONDE.- Pero ya no... Esos tiempos pasaron... Fue usted, como si dijéramos, una hija eventual... transitoria, una hija de paso...     
     LUCRECIA.- (Esforzándose en sonreír para engañar su miedo.) Y a las hijas de paso... cañazo.
     EL CONDE.- Extranjera por la nacionalidad, y más aún por los sentimientos, jamás se identificó usted con mi familia, ni con el carácter español. Contra mi voluntad mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija de un irlandés establecido en los Estados Unidos, el cual vino aquí a negocios de petróleo... (Suspirando.) ¡Funestísima ha sido para mí la América!... Pues bien: como todo el mundo sabe, me opuse al matrimonio del Conde de Laín; luché con su obstinación y ceguera... fui vencido. Me han dado la razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo infeliz a mi hijo, y acelerando su muerte.
     LUCRECIA.- (Airada, y todavía medrosa.) Señor Conde... eso no es verdad.
     EL CONDE.- (Fríamente autoritario.) Señora Condesa, es verdad lo que digo. Mi pobre hijo ha muerto de tristeza, de dolor, de vergüenza.
     LUCRECIA.- (Sacando fuerzas de flaqueza.) No puedo tolerar...
     EL CONDE.- Calma, calma. No se acalore usted tan pronto... cuando apenas he comenzado...
     LUCRECIA.- Es monstruoso que se me pida una entrevista para mortificarme, para ultrajarme. (Afligida.) Señor Conde, usted nunca me ha querido.
     EL CONDE.- Nunca... Ya ve usted si soy sincero. Mi penetración, mi conocimiento del mundo no me engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve por mala, y si en algo han fallado mis augurios ha sido en que... en que salió usted peor de lo que yo pensaba y temía.

El abuelo, 1904. Benito Pérez Galdós.


martes, 21 de mayo de 2013

MP 76



Monstruos perfectos
-76-
Te lo digo tranquilo y sin ninguna afectación, pues con la realidad no caben juegos de retórica. He llegado a los escalones más bajos de la pobreza; pero por mucho que descienda, no he llegado ni llegaré nunca al deshonor.
El abuelo, 1904. Benito Pérez Galdós.