Chéjov es al cuento moderno lo
que Flaubert a la novela moderna: su inventor y única referencia. En ambos
existe ya la economía del lenguaje, el acierto en la descripción de las
emociones, la sonoridad, la palabra justa, el control del ritmo narrativo y
sobre todo esa especie de necesidad que radica en el seno de sus historias de
que ocurra lo que tiene que ocurrir, lo que es natural, lo que
no puede ser de otra manera. Como si el destino de sus personajes estuviese
ya prefijado desde el primer
párrafo, uno avanza en su lectura con la credibilidad que le da la normal evolución
de los acontecimientos, con la tensión y el ansia de resolver los destinos de
esos personajes que parecen de carne y hueso, y con el deleite de leer frases
ajustadas, precisas, emotivas e insustituibles.
En literatura sin credibilidad
no hay nada, ni siquiera intriga ni interés; sin credibilidad, un muerto en la
primera página puede resultar ridículo y aburrido. Sin embargo, la vida de
cualquiera de nosotros puede burbujear de emociones si es contada de forma
creíble por un maestro como Chéjov, lo cual no es nada fácil. Imaginen esta
situación cotidiana: un hombre ve a una mujer sentada en un café y decide
conocerla. Nada más sencillo que acometer la escritura de una escena semejante
para hacer el ridículo más espantoso. El abordaje entre sexos es cosa ardua,
tanto en los libros como en la vida real. Para hacerlo bien hay que tener gracia, y se hace mejor cuanto más se practica.
Cuando leí hace años a
Chéjov me pareció un escritor sencillo, casi trivial, que iba al grano, lo que
no menoscababa la valoración que tenía de su obra, sino todo lo contrario. Le
imaginaba como un escritor con talento, que cuando dejaba de ejercer como
médico se sentaba un rato y escribía un cuento espléndido. Hoy, lo releo y
descubro al artesano, al cirujano que necesita cortar primero el tendón para
luego adentrarse hacia el órgano vital, al escritor que antes de empezar
prepara el camino y nos dice que esa chica del café es joven e inexperta, como
la hija de él, y que está casada, tal vez mal casada, como también lo está él.
Y entonces, en el fluido de la realidad comienzan a formarse diminutas
burbujitas que oscilan inestables, danzan arriba y abajo, chocan entre sí, se adhieren, cavitan: la normalidad comienza a ponerse interesante.
Se decía que en el paseo
marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri
Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados,
empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante
de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana
estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco.
Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la
glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie
sabía quién era y la llamaban “la señora del perrito”.Si está aquí sin el
marido y no tiene amistades -pensó Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento
con ella.
Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía una hija de
doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano,
cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía
tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave,
altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una
ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino
Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta de espíritu y desaliñada.
Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la
engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres.
La señora del perrito y otros cuentos, 1899. Anton Chéjov.