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miércoles, 18 de diciembre de 2013

MP 141



Monstruos perfectos
-141-
Le digo a usted que algunas veces una persona tiene el valor de permanecer callada diez años ante su mujer y sus amigos, y entonces se encuentra en un vagón con un cadete y le cuenta de pe a pa lo que lleva dentro del alma.
En el camino, 1886. Chéjov.

jueves, 12 de diciembre de 2013

MP 139



Monstruos perfectos
-139-
Cuando arrancó el trineo y dio la vuelta a un montón de nieve, se volvió para mirar a Liharev con gesto que parecía significar que quería decirle algo. Éste corrió hacia ella, pero ella no dijo palabra. Sólo siguió mirándole por entre sus largas pestañas de las que colgaban partículas de nieve.
En el camino, 1886. Chéjov.

sábado, 23 de marzo de 2013

MP 51



Monstruos perfectos
-51-
Ya no era el funcionario tímido y de medio pelo de antes, sino un verdadero propietario, un amo.
Las grosellas , 1885. Anton Chéjov.

sábado, 23 de febrero de 2013

MP 35


Monstruos perfectos
-35-
Nikolai Ivanych, que cuando trabaja en la oficina de Hacienda se asustaba de tener opiniones propias, ahora solo decía verdades con tono de ministro: "La educación es necesaria, pero prematura para el pueblo".
Las grosellas , 1885. Anton Chéjov.

lunes, 18 de febrero de 2013

Entrarle a una tía


Entrarle a una tía

Chéjov es al cuento moderno lo que Flaubert a la novela moderna: su inventor y única referencia. En ambos existe ya la economía del lenguaje, el acierto en la descripción de las emociones, la sonoridad, la palabra justa, el control del ritmo narrativo y sobre todo esa especie de necesidad que radica en el seno de sus historias de que ocurra lo que tiene que ocurrir, lo que es natural, lo que no puede ser de otra manera. Como si el destino de sus personajes estuviese ya  prefijado desde el primer párrafo, uno avanza en su lectura con la credibilidad que le da la normal evolución de los acontecimientos, con la tensión y el ansia de resolver los destinos de esos personajes que parecen de carne y hueso, y con el deleite de leer frases ajustadas, precisas, emotivas e insustituibles.

En literatura sin credibilidad no hay nada, ni siquiera intriga ni interés; sin credibilidad, un muerto en la primera página puede resultar ridículo y aburrido. Sin embargo, la vida de cualquiera de nosotros puede burbujear de emociones si es contada de forma creíble por un maestro como Chéjov, lo cual no es nada fácil. Imaginen esta situación cotidiana: un hombre ve a una mujer sentada en un café y decide conocerla. Nada más sencillo que acometer la escritura de una escena semejante para hacer el ridículo más espantoso. El abordaje entre sexos es cosa ardua, tanto en los libros como en la vida real. Para hacerlo bien hay que tener gracia, y se hace mejor cuanto más se practica.

Cuando leí hace años a Chéjov me pareció un escritor sencillo, casi trivial, que iba al grano, lo que no menoscababa la valoración que tenía de su obra, sino todo lo contrario. Le imaginaba como un escritor con talento, que cuando dejaba de ejercer como médico se sentaba un rato y escribía un cuento espléndido. Hoy, lo releo y descubro al artesano, al cirujano que necesita cortar primero el tendón para luego adentrarse hacia el órgano vital, al escritor que antes de empezar prepara el camino y nos dice que esa chica del café es joven e inexperta, como la hija de él, y que está casada, tal vez mal casada, como también lo está él. Y entonces, en el fluido de la realidad comienzan a formarse diminutas burbujitas que oscilan inestables, danzan arriba y abajo, chocan entre sí, se adhieren, cavitan: la normalidad comienza a ponerse interesante.

Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban “la señora del perrito”.Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensó Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella.
Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta de espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres.
La señora del perrito y otros cuentos, 1899. Anton Chéjov.