lunes, 29 de abril de 2013

Instantáneas de Nueva York III - Gigantes

Instantáneas de Nueva York
Gigantes

CADA mañana cogíamos el metro en la estación elevada de Castle Hill. La lata de hojalata se acercaba renqueante, como un gusano metálico con sus dos faros circulares brillando intensamente sobre el fondo azul del amanecer. Se detenía frente a nosotros y se escuchaban crujidos, lamentos de vigas y tensores llevados al límite. Bajo nuestros pies, entre las rendijas de la madera ajada de la plataforma, se veía el Bronx proseguir con su épica historia cotidiana.
Entrábamos y nos sentábamos en los asientos naranjas o amarillos, mínimas concavidades de fornica en las que encajar nuestras posaderas, que resbalaban como respuesta a las embestidas de los arranques y frenadas, a la inercia centrífuga de los giros, y poco podían hacer para evitar que rozásemos el culo espléndido de la negra de al lado, o el codo del trabajador todavía descansado y limpio, o la provocativa pierna de la latina maquillada de ojos negros. El vagón era un arca de razas, edades y ambiciones, y, a medida que el trazado de vías subterráneas iba recorriendo la isla de Manhattan de norte a sur, también de las clases sociales. El vagón era una cápsula espacial que depositaba a cada uno de nosotros en el mundo al que pertenecíamos. 
El metro de Nueva York, como el viaje a la Luna, como las catedrales, como las pirámides, es una prueba más de que nuestros antepasados no estaban mancos, de que la historia va en zigzag, de que hay cosas para las que tal vez, como especie, ya no estemos capacitados. Porque la humanidad, como el cuerpo, también tiene que encontrarse en su mejor momento. El metro de Nueva York es un abuelo de cien años con buena salud cuyos achaques van siendo solventados a salto de mata, parche aquí y tornillo de titanio allá, por rudos operarios con chalecos reflectantes que ves trabajar ociosos desde la ventanilla del convoy en el que vas cuando éste ralentiza el paso para no violentarles. Al metro de Nueva York le están haciendo ahora otra línea y parece que se acabe el mundo. Y cuando uno piensa en cómo serían las herramientas que usaban antes, en 1900, los primeros hombres que horadaron el subsuelo del East River a bombazo limpio, o cuando piensa en aquellos que caminaban sin arneses manteniendo el equilibrio sobre una viga en lo alto del Chrysler Building mientras ajustaban tuercas y se gritaban órdenes, no puede evitar acordarse de la cita de Víctor Hugo “Eran hombres gigantescos”, aunque también fuesen miserables.

No hay comentarios:

Publicar un comentario