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lunes, 25 de enero de 2016

¡Ay! El amor


¡Ay!, el amor

Creo que no hay en literatura nada más difícil que, en una historia de amor, contar el proceso de enamoramiento. Lo que tan intenso se vive desde dentro, lo que te arrastra a los instintos más básicos y te ciega y vapulea como si sobre una montaña rusa estuvieses montado, visto desde fuera es una cosa ñoña y de lo más aburrida. Ni siquiera cuando ese enamoramiento implica un pequeño drama familiar, como es el caso en el que el enamoramiento es furtivo, extramatrimonial, tiene el menor interés. Está esa serie: The affair. Se conocen y tal. Vemos la tensión de los primeros momentos, cuando lo que tira es la carne. Y luego se van a una isla turística tipo Ibiza y a él se le cae el café en la camisa y tienen que ir a comprarse una camisa nueva y se pegan un morreo en el probador y luego se van a alquilarse una habitación de hotel para echar un polvo tranquilos y ufff… ¡Qué pereza! Mira si es que hasta los guionistas de la serie se han aburrido y han decidido introducir una historia de drogas y un asesinato. ¡Que eso sí que es fácil de llevar! ¡Que eso siempre anima al personal!

El problema es que la serie se titula The affair, así que uno esperaría que le hablasen de amor, y no de guerra. Un toro demasiado bravo, me temo.

No he leído ninguna buena historia de enamoramiento. Tal vez ustedes me puedan ayudar a encontrarla: ¿Anna Karenina?, ¿algo de Corin Tellado?, ¿La plaça del Diamant? No creo. En las historias siempre hay amor porque forma parte de la vida, pero el amor no es literario si no se le adereza con desazón, remordimientos, odio, asco (estoy pensando en Madame Bovary) o, directamente, asesinatos o suicidios.

¿Qué se le va a hacer? Hay cosas que solo son divertidas cuando uno las vive en sus propias carnes    

lunes, 11 de enero de 2016

Cuentos

Cuentos

Cuatro libros de relatos han caído este año: Leche, de Marina Perezagua, Diez de diciembre, de George Saunders, De regreso al mundo, de Tobias Wolff e Hijo de Jesús, de Dennis Johnson, a parte de los cuentos de John Cheever, cuya colección me acompaña ya desde hace dos años. Existe un placer distinto en la lectura de relatos al que existe en la lectura de novelas. Los primeros muestran fogonazos de historias, momentos, sensaciones, temores, mientras que las novelas describen una trama y requieren de la evolución de sus personajes. En los primeros uno no quiere saber nada más que qué es lo que hay en el presente de esos tipos con problemas que aparecen en las páginas, en las segundas uno espera que esos tipos cambien, resuelvan, nos aclaren cómo son o cómo van a ser a partir de ahora.

Este año he disfrutado más con los cuentos que con las novelas, creo que puedo decirlo con rotundidad, pese a haber tropezado con alguna joya como El buen nombre, de Jhumpa Lahiri, o Meridiano de Sangre, de Cormac McCarthy. Tal vez ha sido porque he descubierto nuevos autores en los cuentos, y la sorpresa del descubrimiento siempre deja un regusto agradable. 

Os invito a acercaros a cada una de esas cuatro colecciones de relatos. Pueden gustar o no, pero son libros arriesgados y trabajados, que creo que es lo mínimo que se le debe exigir a un autor. Y por el formato de los textos, y las urgencias de nuestros días, os aconsejo que los leáis en el móvil. Existe una muy buena aplicación de lectura “Moon+ Reader”, y la mayoría de los títulos pueden comprarse a precios asequibles en formato e pub.

Buenas lecturas para este 2016.    

domingo, 13 de septiembre de 2015

Algo más



Algo más


A esto es a lo que me refería cuando dije que pedía algo más a un libro que simple información cinemática:

El auto entró en el sendero donde aparcaban, lo perdí de vista, pero escuché cómo el motor se apagaba y el eco de sus últimos sonidos se fundía con el anochecer.

Imaginad que la frase fuese:

El auto entró en el sendero donde aparcaban y lo perdí de vista.

Lo que hace el auto es necesario para la historia, necesita saberse para que siga adelante. De acuerdo. Pero ese sonido, ese último estertor del motor apagándose y dando paso al anochecer es lo realmente importante, porque proporciona al lector una información a nivel de personaje. Te dice en qué se está fijando el personaje-narrador, y por tanto, qué tipo de sensibilidad posee. Es un tipo que se fijaría en el efecto sonoro de un motor una noche, mientras espera que suceda algo. Eso le marca. Y esa es la sensibilidad que puede empatizar con los sentidos del lector.

Pero aún más. Tal vez vaya a haber un asesinato o una violación dentro de un par de páginas (aún no lo sé porque me he detenido para escribir estas líneas), por eso la información acústica que proporciona el narrador es fundamental. No hay miedo sin un ruido que rompa el silencio. Y con ese último estertor mortecino acaban de dejarnos a oscuras, y en silencio… 

A partir de aquí ya todo puede pasar.

lunes, 31 de agosto de 2015

Giró sobre sus talones


Giró sobre sus talones


Llevo un tiempo deslucido con esto de la lectura. Sé que hay escritos libros fabulosos con los que todavía no me he topado, pero en otras épocas surgían a mi encuentro de un modo natural, uno solo tenía que ir prestando un poco de atención a los comentarios de los escritores que admiraba, o a la crítica menos actual, e iban surgiendo uno tras otro como setas en un monte virgen de buscadores. Ahora tropiezo una y otra vez con historias que no me interesan lo más mínimo: ¿por qué habría de dedicar una semana de lectura a esclarecer el misterio de las muertes de esas niñas del norte? ¿O quién le manda flores prensadas cada año a Henrik Vanger? ¿O si el  comandante del Octubre Rojo va a salirse con la suya o no?

Los misterietes son divertidos para un rato, para lo que dura una peli una tarde de domingo, pero pasar cincuenta o sesenta horas leyendo frases puramente descriptivas como “Giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió” es pedir demasiado.  Uno espera de un libro al menos lo que vale su tiempo de lectura, y eso, para mí, a día de hoy, no son tantos los que lo cumplen.

La frase de los talones está sacada de una entrevista a Rodrigo Fresán, que aún es más radical que yo en esto de que nos hagan calentarnos la cabeza con imágenes mentales más que trilladas.

¿Porque qué aporta un libro escrito con frases de ese tipo, un libro que solo se centra en contar una historia de forma estándar, y se agarra al truco cutre del misterio en el primer capítulo para sujetarte a sus páginas? No aporta nada. Para ver girar a alguien sobre sus talones y abrir una puerta ya tenemos el cine. Vale más ir a ver A la caza del Octubre Rojo que leer la novela de Clancy, y lo mismo con los Mileniums y Baztanes. Podrá decirse que leyendo uno disfruta durante más tiempo, pero es falso, simplemente estás más rato queriendo saber el final, pero nada se disfruta reconstruyendo mentalmente las marcas de un cuerpo asesinado violentamente, no para tipos como nosotros, que hemos visto esas marcas en trescientas series como CSI y hasta en tres dimensiones y en color y ralentizadas.

Ya no queremos esos libros. Ya ni siquiera queremos esas películas. Queremos cosas nuevas, cosas que no hayamos visto antes, personajes que no tengamos más que calados, acciones que nos sorprendan y formas de contarlas que nos aporten algo, ¡que tengan estilo! Porque ya vamos muy cargados de todo, oye, que no somos niños y además tenemos cosas que hacer.    

sábado, 21 de febrero de 2015

Lo concreto, por favor


Lo concreto, por favor

Últimamente ha acabado uno un par de veces en la sala Innova de la Ciudad Politécnica de la Innovación. La primera, para atender a las impresiones de un reputado neurocientífico afincado en el este de los EEUU. Parecía aquello la llegada del primo emigrado que viene con un montón de anécdotas que contar en el bar, entre cervecitas y jamoncito. Y a su alrededor, en una mesa infinita, un racimo de científicos de la casa con sus proyectos, sus estudiantes, sus clases que impartir, su años de experiencias de otra índole, pues no en vano son los que se han quedado, los que han vivido el tener que hacer investigación desde nuestro país, desde nuestras instituciones, desde nuestras políticas.

Creo que poco se sacó en claro. Todos sabemos que hay diferencias, pero otra cosa muy distinta es poder corregir las que consideramos que no nos convienen y acercarnos un poco más a las actitudes científicas que consideramos imitables en los demás. Nada se sacó por dos razones: la primera, que lo que se dijo fueron generalidades y no se plantearon siquiera acciones para ir a lo concreto, es decir, al grano, y la segunda, que los científicos que escuchábamos éramos demasiado mayores; yo, con mis cuarenta años, era el más joven de todos. ¿Cómo vamos a cambiar ahora?

La segunda vez que he acabado en la sala Innova ha sido para escuchar los consejos de un técnico del Centro de Transferencia de Tecnología de la UPV a la hora de rellenar la solicitud de una convocatoria estatal dedicada a la financiación de acciones de colaboración entre empresas y organismos de investigación, y aquí sí, las cosas fueron muy diferentes. Veinte minutos de análisis de los aspectos más técnicos de la convocatoria precedieron a un turno de preguntas en el que una veintena de científicos jóvenes (en esta ocasión yo era de los mayores), y con el agua de los plazos al cuello, se dedicaron a detectar y clarificar las triquiñuelas que siempre hay escondidas entre las páginas del BOE. De los veinte, trece eran mujeres. Y uno se quedaba mirando aquella mesa con una especie de íntimo orgullo familiar, que imagino se debe parecer bastante al que sienten los hinchas de un equipo de fútbol cuando contemplan la alineación de titulares que están pisando el césped justo antes de empezar el partido.