lunes, 1 de abril de 2013

Instantáneas de Nueva York II - Castle Hill


Instantáneas de Nueva York
Castle Hill

Estáis en el Bronx. Sacas un fajo de billetes y le pagas al taxista y el taxista te dice, mirando a izquierda y derecha, que no enseñes el dinero. Tú agachas la cabeza y piensas que eres un pardillo.
La calle ancha y soleada, coches, ventanas estrechas con aparatos de aire acondicionado que sobresalen como apéndices de las fachadas. Un edificio de piedra amarilla, de unas cinco plantas, con un arco que da paso a un jardín desatendido. El Bronx es un ente que te envuelve, una nebulosa en tu cabeza, una idea vaga y difusa, una amalgama de prejuicios sedimentados durante años por los ríos de películas que has visto. El Bronx es un vapor irreal, una probabilidad que flota sobre el asfalto y que poco a poco se irá decantando, convirtiéndose en Castle Hill, el barrio al que has ido a parar, convirtiéndose en la avenida Olmstead y en la avenida Westchester, que la cruza y es por donde pasa el metro elevado, convirtiéndose en un lugar que pronto tomará sentido, dimensiones físicas. Pero tú aún no lo sabes. Ese metro lo cogerás tantas veces que te acabará hartando, pero ahora es una imagen de metal oxidado que pende a unos metros por encima de los transeúntes negros e hispanos y te fascina. Esa calle que ahora ni siquiera sabes si apunta al Norte o al Este será la calle en la que viviste durante quince días. Será tu calle. Será tuya. Para siempre.
Entras en el edificio. Es sórdido. Parece un hospital abandonado. Arrastras las maletas y estás en una casa y eso es un refugio. Cuadros de santos Orishas, habitaciones cerradas donde vive y duerme gente cansada que te cruzas por el pasillo, un pequeño altar de santería, vuestra habitación vacía. Sin cama.
Emprendéis una pequeña expedición. Camináis por la acera de cemento y os cruzáis con señoras que van a hacer la compra o con madres que arrastran carritos. Gente que no podría hacer daño a una mosca aunque viva en ese infierno que se supone que es el Bronx.Tal vez lo fuera en otro tiempo. Tal vez lo sea en otro rincón. O tal vez lo sea si rascas un poco la primera capa de pintura. Pero por ahora sólo es una calle de cuatro carriles, dos de ellos tapados por la sombra de las vías, y a los lados, descampados, parkings, vallas metálicas, edificios de una sola planta donde instalar los comercios: la funeraria de rigor, el Dunkin Donuts, el Domino’s pizza, un gabinete médico, el Halal Chinese, una Botánica, el Wendy’s, el McDonalds, el supermercado chino donde compras el colchón hinchable.
Poco a poco entiendes las calles. Para regresar a casa hay que volver y a la altura del edificio de la corporación de suministros eléctricos girar a la derecha. Para coger el metro habrá pues que salir a la izquierda y a la altura de las vías doblar a la derecha. Todo eso es luego tan obvio que, cuando ya lo sabes, te maravilla recordar lo que te costaba orientarte al principio.
Dormís, abatidos por el cansancio del viaje y la cena de bienvenida con la que vuestros anfitriones os regalan. Por la mañana, él entra nervioso en la habitación y mientras te estás poniendo los pantalones te dice: Me llevo esto. Es un cuadro de uno por setenta envuelto en una tela que había apoyado en la pared y al que no habíais prestado atención. Se detiene antes de salir. Parece darse cuenta de lo extraño de su comportamiento. De pronto, como quien hace una concesión, separa la tela y nos pregunta si queremos verlo.
Trazos rojos, dorados y negros componen un retrato de David Bowie al más puro estilo Basquiat.
Es un Basquiat, os dice.
No puede ser.
Sí. Basquiat se lo regaló a un amigo mío como pago por unas papelinas de heroína. Me lo ha traído para que se lo cuide, porque no iba a estar en casa por un tiempo y hay demasiada gente que sabe que lo tiene.
Ni siquiera está firmado, pero eso es porque el cuadro no estaba terminado.
Os miráis, al principio incrédulos, fascinados, paulatinamente convencidos. ¡Habéis dormido junto a un Basquiat!
Mientras terminas de vestirte piensas en las ciudades y las gentes a las que no estás acostumbrado. Nuevas realidades que estaban ahí antes de que tú llegases. Piensas en las casualidades que te esperan. Nuevos horizontes y nuevos muros.
Y de pronto reconoces el olor de la canela, de la harina y la mantequilla que proviene de la cocina, y entonces, mientras empiezas a salivar, recuerdas que ayer comprasteis sirope, Nutella, crema de cacahuete y Cinnamon Rolls para desayunar.

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