jueves, 28 de febrero de 2013

MP 37



Monstruos perfectos
-37-
"Sí", dijo el Ujier, "son acusados, todos los que ve aquí son acusados". "¿De veras?", dijo K. "Entonces son compañeros míos."
El proceso, 1925 . Franz Kafka.

miércoles, 27 de febrero de 2013

MP 36



Monstruos perfectos
-36-
Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el hacer bien a villanos es echar agua en el mar.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

lunes, 25 de febrero de 2013

Anar, estar, tornar



Anar, estar, tornar





El fotógrafo Pep Aparisi me pide un texto que incorporar a su último libro de fotografía “Anar, estar, tornar”. Un título que alberga en sí mismo una inquietante proporción, la de que dos tercios de nuestra vida hayan sido viaje, búsqueda, trabajo, persecución, la de que solo una de cada tres veces permanezcamos en la paz del estar. Siempre en movimiento. Siempre anhelando.
Observo las fotos y me retrotraigo al pasado, a mis viajes a València, cuando estudiaba, cuando trabajaba, a los regresos a casa, los kilómetros de asfalto o las vías, las circunvalaciones y las estaciones de tren una tras otra con su música enlatada de anuncio de parada y de anuncio de próxima parada, lo que no es más que una previsión, una alarma de que hay que seguir yendo, avanzando hasta el próximo destino, los paisajes del arroz y la albufera y ese Hollywoodiano atrevimiento repetidos semanalmente como un mantra que va marcando los surcos en la memoria gris de los años cada vez más profundos. 
El viaje, eso que solo era un trámite sin importancia, eso que Pep Aparisi convierte en destino, en objetivo y objetivo de su cámara, ahora se me aparece como mi único pasado, mi vida, porque ¿quién se acuerda de las metas? Siempre somos viaje. 



El viaje 

El sino del viaje, entendido éste como el procedimiento seguido por las personas para llegar desde un punto A a otro B distinto, está inevitablemente marcado por su objetivo: la consecución del Destino. No existe en apariencia ninguna otra razón para hacer un viaje como el expuesto que no sea alcanzar, lo antes posible, el lugar al que se pretende llegar. Me imagino a esos astronautas jóvenes viajando en su nave espacial al encuentro de una nueva inteligencia más allá de los horizontes de nuestra galaxia. Duermen, encofrados y entubados, flotando en sus burbujas gelatinosas durante el largo recorrido de siglos. Y cuando despiertan, ¡están allí!, desde las pequeñas ventanas circulares de la nave divisan las ciudades extraterrestres que se extienden a lo largo y ancho del pequeño planeta, y también los verdes jardines que serpentean como riachuelos flanqueados por los escarpados rascacielos que rompen la común esfericidad que caracteriza a los astros. Están fascinados. Se miran y se preparan para tomar tierra; los extraterrestres los esperan alegres. Han pasado cientos de años en esa nave, años que no han vivido, años que se han perdido en la inmensidad del silencio espacial y ni siquiera han caído en la cuenta. Se levantan de la siesta, desentumecen sus músculos jóvenes, sus pieles tersas, sus sonrisas atractivas y sensuales, y bajan por las escaleras.
Tampoco en los viajes que hacemos aquí, los del día a día, deberíamos envejecer. No es justo, pues los viajes no son la vida de uno, son paréntesis temporales de lo cotidiano, las penurias por las que tenemos que pasar hasta que alguien invente la teletrasportación o, como alternativa, se construyan autocares más rápidos. En cierta forma se asemejan al hecho de caminar al trabajo. Uno sabe que cuenta con doce minutos desde la parada del metro hasta la oficina y no tiene más remedio que perderlos. Sin quererlo, estamos subyugados al pago del impuesto temporal. ¡Qué distintos parecen en cambio, los domingos temprano, aquellos treinta minutos de paseo por la playa...! Y es que siendo lo mismo pasear que caminar al trabajo, ¡qué distinto es su sino! En el primero es él mismo su propio objetivo, discurre al instante. El que pasea, pasea; el segundo no tiene objetivo, sólo se otea en el horizonte futuro, a unas horas, o días, o siglos como a los astronautas: la próxima estación, la oficina, París, la mujer y los hijos al volver de la guerra, mamá y papá mayores ya por Navidad, los extraterrestres con pancartas de bienvenida en el aeropuerto aerospacial...
Alguien debería recoger todos esos minutos que perdemos a lo largo de nuestra existencia en desplazamientos y sumarlos al final de nuestras vidas, de tal forma que, una vez en nuestro lecho, tras recibir los sagrados aceites, un espectro pro-vida llamado Dévola irrumpiese como una exhalación ante los presentes, pálido, solemne y más justo que la propia Muerte anunciase, con la ayuda de una calculadora, que el moribundo tenía derecho aún a un total de los correspondientes minutos más de vida como devolución equivalente al tiempo empleado en todos sus viajes (excluidos, obviamente, los viajes de placer). Tras esta declaración irrefutable, los veladores se disgregarían y el que moría saltaría de un brinco de la cama, fascinado porque segundos antes apenas tenía fuerzas para seguir respirando y ahora, en cambio, sentía correr la sangre por sus venas y su corazón, fuerte como un roble, batir sin miedo bajo su pecho. Saldrían también de la cámara, que quedaría solitaria hasta la próxima reunión, la Dévola y la de la guadaña, refunfuñando ésta como siempre, molesta por el procedimiento de devolución que la obligaba a acudir cuatro y hasta cinco veces a la cita con el mismo moribundo, hasta que éste agotara todas sus devoluciones. Pues pasado el tiempo de la primera devolución, y de nuevo todos reunidos entre sollozos, Dévola volvería a calcular el tiempo que el moribundo había malgastado en viajes durante el primer periodo de devolución, declarando entonces el segundo periodo de devolución, considerablemente reducido esta vez, pues el sujeto no habría dispuesto de tanto tiempo para viajar como durante toda su vida, y volviéndose éste a recuperar, repleto de alegría y energía, entre el júbilo de sus familiares y conocidos una vez más. Justo sería entonces que la muerte se quejara, pues para llevarse a un solo hombre debería acudir a varias citas, con la considerable pérdida de tiempo que eso significaría, y sugeriría que se hiciese una aproximación y se sumase todo ese tiempo automáticamente al final de la vida de cada persona, evitándose así tener que preparar repetidas veladas que tanto hacían sufrir y a tanta gente. Pero Dévola, que tendría más poder que la Vida y la Muerte, sería tajante en eso: “Al muerto lo que es del muerto”.
Y mientras tanto, uno espera en vilo la llegada para continuar con la historia de su vida.



El viaje. Altramuces, 2006. Paco Camarena. 

sábado, 23 de febrero de 2013

MP 35


Monstruos perfectos
-35-
Nikolai Ivanych, que cuando trabaja en la oficina de Hacienda se asustaba de tener opiniones propias, ahora solo decía verdades con tono de ministro: "La educación es necesaria, pero prematura para el pueblo".
Las grosellas , 1885. Anton Chéjov.

viernes, 22 de febrero de 2013

MP 34


Monstruos perfectos
-34-
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Un día perfecto para el pez plátano. Nueve cuentos, 1953. J. D. Salinger.

jueves, 21 de febrero de 2013

MP 33



Monstruos perfectos
-33-
... no se atrevía a volver a casa. La guerra estaba a punto de terminar y su suegro, que era fascista, podía denunciarlo.
La buena letra, 1992. Rafael Chirbes .

miércoles, 20 de febrero de 2013

MP 32


Monstruos perfectos
-32-
Detrás de cada gran fortuna hay un crimen.
La posada roja, 1832. Honore Balzac.

lunes, 18 de febrero de 2013

Entrarle a una tía


Entrarle a una tía

Chéjov es al cuento moderno lo que Flaubert a la novela moderna: su inventor y única referencia. En ambos existe ya la economía del lenguaje, el acierto en la descripción de las emociones, la sonoridad, la palabra justa, el control del ritmo narrativo y sobre todo esa especie de necesidad que radica en el seno de sus historias de que ocurra lo que tiene que ocurrir, lo que es natural, lo que no puede ser de otra manera. Como si el destino de sus personajes estuviese ya  prefijado desde el primer párrafo, uno avanza en su lectura con la credibilidad que le da la normal evolución de los acontecimientos, con la tensión y el ansia de resolver los destinos de esos personajes que parecen de carne y hueso, y con el deleite de leer frases ajustadas, precisas, emotivas e insustituibles.

En literatura sin credibilidad no hay nada, ni siquiera intriga ni interés; sin credibilidad, un muerto en la primera página puede resultar ridículo y aburrido. Sin embargo, la vida de cualquiera de nosotros puede burbujear de emociones si es contada de forma creíble por un maestro como Chéjov, lo cual no es nada fácil. Imaginen esta situación cotidiana: un hombre ve a una mujer sentada en un café y decide conocerla. Nada más sencillo que acometer la escritura de una escena semejante para hacer el ridículo más espantoso. El abordaje entre sexos es cosa ardua, tanto en los libros como en la vida real. Para hacerlo bien hay que tener gracia, y se hace mejor cuanto más se practica.

Cuando leí hace años a Chéjov me pareció un escritor sencillo, casi trivial, que iba al grano, lo que no menoscababa la valoración que tenía de su obra, sino todo lo contrario. Le imaginaba como un escritor con talento, que cuando dejaba de ejercer como médico se sentaba un rato y escribía un cuento espléndido. Hoy, lo releo y descubro al artesano, al cirujano que necesita cortar primero el tendón para luego adentrarse hacia el órgano vital, al escritor que antes de empezar prepara el camino y nos dice que esa chica del café es joven e inexperta, como la hija de él, y que está casada, tal vez mal casada, como también lo está él. Y entonces, en el fluido de la realidad comienzan a formarse diminutas burbujitas que oscilan inestables, danzan arriba y abajo, chocan entre sí, se adhieren, cavitan: la normalidad comienza a ponerse interesante.

Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban “la señora del perrito”.Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensó Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella.
Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta de espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres.
La señora del perrito y otros cuentos, 1899. Anton Chéjov.

viernes, 15 de febrero de 2013

MP 31


Monstruos perfectos
-31-
Sé tú mismo, repetimos una y otra vez. Pero... para ser yo mismo, ¿cómo tengo que ser?
Un mundo de gente incompleta. Una semana en el motor de un autobús, 1998. Los planetas.


jueves, 14 de febrero de 2013

MP 30


Monstruos perfectos
-30-
...aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

miércoles, 13 de febrero de 2013

MP 29



Monstruos perfectos
-29-
La vida humana acontece solo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas.
La insoportable levedad del ser, 1984. Milan Kundera.

lunes, 11 de febrero de 2013

El vino y la velocidad


El vino y la velocidad 

Les dije que les mantendría informados, así que aquí tienen a los flamantes finalistas (entre los que no verán mi estampa) del III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero:  



No les seré hipócrita. Uno siempre siente un pinchazo seco en el orgullo cuando pierde, porque aunque sabe que ahí fuera hay gente que escribe de maravilla, tiende a pensar no solo que estará a la altura, sino que además les sacará unas décimas y que eso será advertido. Parece que no ha sido así esta vez y que habrá que buscar otros caminos.

Aprovecho la ocasión para hablarles de uno de los finalistas. Fíjense en el quinto, el de las gafas y la sonrisa franca o tal vez insegura. Se llama Eloy Tizón. Hace tres meses me crucé con él en Madrid. Yo bajaba de un sitio y él subía. Yo sabía quién era y que estaría abajo, pero no le había visto nunca en persona. Le había leído su primer libro de relatos, Velocidad de los Jardines, y su primera novela, Seda salvaje, pero nada más que eso. Cuando le vi, comprendí enseguida los libros. Era un hombre alto y de gran envergadura, aunque de apariencia frágil. Y tengo la impresión de que los hombres grandes suelen ser nostálgicos y bonachones. Es de nostalgia, precisamente, de lo que trata su primer libro de cuentos.

Lo escribió con veintiséis o veintisiete años y ya echaba de menos a rabiar a sus amigos del instituto: sus caras adormiladas en clase, las trastadas que alguno le hacía al profesor, la novieta que se ve que tuvo, los líos en que se metían y las veces en que se libraban de un examen por un aviso de bomba. Todas esas vivencias le producían una intensa melancolía y con ellas escribió esa pequeña maravilla que es Velocidad de los jardines.

El libro es nostálgico no tanto porque traiga a colación asuntos pasados y añorados, sino porque está escrito con el aire melancólico de quien desearía regresar, aunque solo fuese por unas horas, a otro momento de su vida. 

Después se lanzó a la novela. Breve. Y aunque ya hace muchos años que leí Seda Salvaje, recuerdo que no me impactó en absoluto. Nada que ver con sus cuentos. Y es que los cuentos de Tizón, con sus juegos temporales, sus mezclas entre la realidad y el recuerdo y sus proclamas lanzadas al viento, están más cercanos a la poesía que a la novela. La novela requiere trama, acción. La poesía ritmo, sonido, memoria.


Si el señor Tizón fuese amigo mío le pediría que hiciese algo parecido a lo que hizo Updike con Conejo: describir la vida de un hombre en sus diferentes etapas. Pero que lo hiciese con lo que él tan bien conoce: la nostalgia.  Le rogaría que nos contase la nostalgia humana a medida que evoluciona con la edad. Que escribiese uno de esos espléndidos libros de cuentos cada década, de forma que si el primero trató de aquellos años del instituto, ahora tocaría escribir uno sobre los primeros años de las relaciones de pareja, sobre el establecimiento en la vida adulta; cuando tenga sesenta años debería escribir sobre la añoranza de los hijos pequeños, de la madurez que aún no se ve que se agota; y cuando tenga setenta, supongo que, otra vez, de los años del instituto.


Ningún treintañero debería dejar de leer Velocidad de los jardines, y más bien pronto, porque la velocidad está acelerada.

Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores. Las aulas se disgregaban. Javier Luendo Martínez se separó de Ana M.ª Cuesta y Richi Hurtado dejó de tratarse con las gemelas Estévez y M.ª Paz Morago abandonó a su novio y la beca, por este orden, y Christian Cruz fue expulsado de la escuela por arrojarle al profesor de Laboratorio un frasco con un feto embalsamado.
Oh sí, arrastrábamos a Platón de clase en clase y una cosa llamada hilomorfismo de alguna corriente olvidable. La revolución rusa se extendía por nuestros cuadernos y en la página setenta y tantos el zar era fusilado entre tachones. Las causas económicas de la guerra eran complejas, no es lo que parece, si bien el impresionismo aportó a la pintura un fresco colorido y una nueva visión de la naturaleza. Mercedes Cifuentes era una alumna muy gorda que no se trataba con nadie y aquel curso regresó fulminantemente delgada y seguía sin tratarse. 
Velocidad de los jardines, 1992. Eloy Tizón.

viernes, 8 de febrero de 2013

MP 28


Monstruos perfectos
-28-
Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores.
Velocidad de los jardines. Velocidad de los jardines, 1992. Eloy Tizón.

jueves, 7 de febrero de 2013

MP 27


Monstruos perfectos
-27-
Todos traían unos paquetitos envueltos en papel de color crema, que contenían dinero en efectivo. Nada de cheques ni objetos de regalo: billetes de banco y una tarjeta con el nombre de quien ofrecía el presente. La cantidad de dinero establecía el grado de respeto por el padrino.
El padrino, 1969. Mario Puzo.

miércoles, 6 de febrero de 2013

MP 26


Monstruos perfectos
-26-
Hombres y mujeres apestaban a sudor y ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos.
El perfume, 1985. Patrick Süskind.

lunes, 4 de febrero de 2013

En las antípodas... todo es idéntico


En las antípodas... todo es idéntico 

Cada vez estoy más convencido de que, como dice la canción de Javier Crahe, en las antípodas... todo es idéntico a lo autóctono. Una prueba más: la literatura de la inmigración no deja de ser una literatura de personajes. Y los personajes, por más brazaletes rojos y blancos que lleven, saris que vistan, caballa al curry que coman o viajes que se peguen a la India a ver a sus ricos parientes, tienen algún interés en la medida en que padecen las tribulaciones propias de la vida, es decir: el mal de amores, la penuria, los celos, el rencor, el remordimiento, la avaricia, el odio, la ambición, la inseguridad, la desgracia, y ese largo etcétera que todos conocemos y que acontece en todas las tierras, épocas y clases sociales.

Tierra desacostumbrada es, como su autora bien se ocupa de aclarar en la cita inicial*, un libro sobre gente que vive en tierra extraña, donde no ha nacido, donde no vive ninguno de sus abuelos, donde los amigos lo son antes por la circunstancia de haber nacido en el mismo remoto país que por la existencia de una sintonía efectiva de caracteres. Esto impone al texto algunas curiosidades y anécdotas que nos pueden interesar en la medida en que la mayoría de nosotros sí vivimos con los pies sobre la tierra en la que hemos nacido, y descubrir esa idiosincrasia es un aliciente para su lectura. Leyendo se aprende, algo, supongo. Pero el principal motivo para leer el conjunto de relatos de Jhumpa Lahiri es que prácticamente la mayoría de ellos consiguen atraparte con ese don que la autora tiene para hacer que relatos de tirada media (cuentos largos o novelas muy cortas) te subyuguen, te atrapen, y no te dejen dedicarte a otros menesteres hasta que hayas averiguado cómo acaba la historia que tienes entre manos.

*La naturaleza humana no dará fruto, al igual que la patata, si se planta una y otra vez, durante demasiadas generaciones, en la misma tierra agotada. Mis hijos han tenido otros lugares de nacimiento y, hasta donde alcance mi control sobre su fortuna, echarán raíces en tierra desacostumbrada.

Nathaniel Hawthorne

La aduana

Si hay algo que echar en cara, tal vez sea la redundancia temática que detecto en la segunda parte del libro, y el innecesario empeño en escribir cuentos cuyas historias se entrecrucen. Práctica que me parece sobrevalorada o, en cualquier caso, sobada.

Relaciones familiares y de pareja discurren en estas páginas cargadas de los colores, olores y sabores de la India, que se disfrutan, con la nostalgia del emigrante, en las tierras frías del norte de América. Si tienen que hacer un regalo regalen Tierra Desacostumbrada y una semana después se lo agradecerán.

Tenía aptitudes para la ciencia, así que siguió adelante, se especializó en biología en Columbia y luego ingresó en la Facultad de Medicina. Aguantó dos años, sobre todo porque conoció a Megan y se enamoró de ella. Pero, cuanto más la conocía, más claro empezó a resultarle que él carecía de su dedicación, su empuje. Una noche, mientras estaba estudiando para un examen de farmacia, salió a tomar un café. Caminó unas manzanas para estirar las piernas, y luego unas cuantas más. Siguió caminando por Broadway, un centenar de manzanas a través de Washington Heights hasta Lincoln Center, y luego siguió hasta Chinatown donde, al rayar el alba, próximo al delirio, se detuvo al fin. Descargaban camiones de pescado y verduras, la vida volvía a echarse cautelosamente a la calle. Entró en una panadería, tomó un té y pan de coco, vio un grupo de mujeres chinas sentadas en torno a una mesa al fondo, clasificando una montaña de espinacas. Tomó el tren de regreso hacia las afueras y durmió durante el examen. Empezó a saltarse una clase, luego otra. Transcurrió una semana y, a pesar de su pasividad absoluta, tuvo la sensación de que estaba alcanzando el mayor logro de su vida. Dejó la carrera, sin decírselo a sus padres hasta que terminó el semestre. Esperaba que Megan rompiera con él, pero ella respetó su decisión y siguió a su lado. Casi a modo de broma, tras abandonar la carrera de Medicina, solicitó entrar en la Facultad de Periodismo en Columbia pero no lo admitieron. 
Tierra desacostumbrada, 2008. Jhumpa Lahiri.

viernes, 1 de febrero de 2013

MP 25



Monstruos perfectos
-25-
Ese pobre pueblo era más feliz cuando los señores y los obispos moderaban el absolutismo del rey. Ahora los industriales lo explotan. Caerá en la esclavitud.
Bouvard y Pecuchet, 1881. Gustave Flaubert.