sábado, 30 de noviembre de 2013

MP 136



Monstruos perfectos
-136-
La mayoría de los jefes tiene sus normas. Rompe las normas y acabarás con los jefes.
La playa, 1996. Alex Garland.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Lo más visto


Lo más visto

Las cinco reflexiones más seguidas, de las cincuenta que ha dado de sí el año:





  

martes, 26 de noviembre de 2013

Un año en Tiemann Pl.


Un año en Tiemann Pl.


Joseph Pe
Un año hace ya que se abrieron las puertas de este almanaque. Momentos de ilusión e incertidumbre, como sucede siempre que uno ataca los principios de una aventura nueva sin saber muy bien sobre qué suelo está pisando. Comenzábamos echando unas canastas con Harry Conejo, un veinteañero estadounidense, y hemos acabado en una playa tailandesa con Richard, un adolescente inglés. Por el camino tierras europeas y americanas, fundamentalmente, períodos históricos no muy lejanos, siglos XIX y XX, historias de gente graciosa, o entrañable, o deprimida, o adúltera, mujeres desarraigadas, tipos que emigraron y no olvidaron a sus hijos pero vivían como si los hubiesen olvidado, chavales valientes que se saltaron las leyes, mujeres encantadoras capaces de torcer voluntades que gobiernan corporaciones, hombres que matarían por proteger a sus hijos, o por un pedazo de pan que llevarse a la boca, o por restablecer una dignidad ultrajada. En fin, lo de todos los días.

Algunas de estas historias han pasado desapercibidas, otras, por alguna razón desconocida, prendieron como la pólvora. Por aquello de que se acerca el fin de año y apetece recapitular, les muestro aquí  la lista de las cinco menos atendidas. Mañana, o pasado, las cinco que más lo fueron.

Un saludo y gracias por la compañía.

Repetirse, 10

viernes, 22 de noviembre de 2013

MP 135



Monstruos perfectos
-135-
Quiero decirle, no se case con el sufrimiento. Algunos lo hacen. Se casan con él, y duermen y comen con él, como marido y mujer. Si se van con la alegría, creen que es adulterio.
Carpe Diem, 1956. Saul Bellow.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pedagogía extrema



Pedagogía extrema



Tal vez el castigo sea una herramienta pedagógica que haya dado sus frutos. La letra con sangre entra, se decía, y todavía hay quien lo defiende. Lo que es un hecho es que si el castigo destruye al aprendiz, poco habremos avanzado.

En una sombrerería de una popular calle madrileña, nos contaba su propietario la desventura de uno de sus proveedores.  El hombre, mayor ya, trabajaba la piel de manera artesana. La seleccionaba para hacer fundas para puros o plumas, más tarde bolígrafos, forros de licoreras, cubiletes en los que no sonaban los dados al ser agitados, tarjeteros, esas cosas… Cortaba la piel, la rebajaba, la humedecía con sabe Dios qué productos químicos, la tensaba sobre un soporte de madera y dejaba que fuera secando durante un mes, en que día a día le aplicaba, con un hueso de ballena, un perfil de fuerza para que tomara la forma deseada.

Suministraba a cuatro tiendas en Madrid, y con eso tiraban él, su mujer y un niño que se había ahijado al quedar éste huérfano, y cojo, por una bomba de la guerra.

Pero llegaron los tiempos de la pedagogía moderna y tres inspectores le explicaron que había cosas que no estaba haciendo bien: Para usar esos pegamentos tiene usted que tener un sistema de ventilación adecuado, al chico, ya un hombre hecho, con malas pulgas, debe darle de alta, etc… Le vamos a aplicar un castigo para que aprenda.

Pero el castigo, la multa, fue desproporcionada y el peletero tuvo que cerrar. Del cojo, nuestro confidente, no nos dijo por dónde anda.

Muchos maestros han desaparecido por falta de pedagogía, por no saber mesurarse el castigo: gente que hacía motocicletas que ganaban campeonatos del mundo se fueron a sus casas a ver la tele porque perdían dinero levantándose para ir a trabajar cada día; orfebres cuyos trabajos eran auténticas piezas de museo echaron la persiana; labradores que cultivaban frutas y verduras cuyo sabor hoy día es sólo un recuerdo muy lejano, inexistente para las nuevas generaciones, contemplan el despropósito de la economía especulativa como quien ve pasar un elefante que arrasa con todo.

Luego, resulta que todo eso lo necesitamos: comida, objetos que nos hagan la vida más fácil, máquinas, y vamos a clase para aprender a conseguírnoslo y nos sentamos en el pupitre y esperamos… pero el maestro no llega.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

MP 134



Monstruos perfectos
-134-
Cuando alguien se te acerca despacio y cabizbajo, ten por seguro que algo se ha fastidiado.
La playa, 1996. Alex Garland.

lunes, 11 de noviembre de 2013

La destrucción del Edén

La destrucción del Edén

Hay novelas que parece mentira que nadie hubiese escrito antes, porque están tan arraigadas en el imaginario colectivo, se nos han pasado tantas veces por la cabeza… a todos, que pensar que ningún escritor les haya echado mano aún, cuando hay tanto escrito, parece una suerte de rocambolesca casualidad.

La playa, de Alex Garlan, es una de ellas. La idea la conocen de sobra: ¿Quién no ha llegado alguna vez a un paraje paradisíaco y ha deseado quedarse allí con unos amigos? ¿Quién, al llegar a una de las calas mediterráneas, sentado a orillas del mar, sobre una roca lisa y resbaladiza cubierta por poco más de tres centímetros de agua, no ha echado la vista atrás y ha descubierto los acantilados y el bosque de pinos y ha pensado, podría quedarme a vivir aquí para siempre? ¿Quién no hojeado catálogos de viajes y ha deseado ser el primero en pisar la arena blanca de las playas de Tailandia? ¿Quién? Que tire la primera piedra, ¿quién?

La playa va de eso, de una playa virgen, y de un grupo de chavales jóvenes (porque todo esto va de jóvenes, no se engañen, lo de las playas paradisíacas es lo de menos si te aprieta el reuma), un grupo de jóvenes, decía, que se pasan la vida trabajando lo justo para poder comer y dormir a cubierto y luego se dedican a jugar a la gameboy, fumar porros y tirar para la playa a bañarse. Ese es el argumento.

¿Por qué nadie había escrito una historia sobre el paraíso? Bueno, sí, está lo de Adán y Eva, que es más o menos lo mismo. Sin porros.

Alex Garland les pidió dinero a sus papis, cogió la mochila y se fue a Tailandia y a un montón de países más y seguro que, viendo esos mares color turquesa, esas palmeras de tronco sinuoso, notando en su piel bronceada esa temperatura de invernadero, pensó: me quedaría aquí toda la vida. Pero luego tuvo que volver, porque el paraíso tiene un punto de aburrimiento, qué le vamos a hacer, o porque se le acabó la pasta, y una vez en casa, en su escritorio, con su flexo de 60 W, decidió escribir una novela.

Hemos tenido suerte, porque Alex no erró el tiro. No sólo fue el segundo en escribir sobre el paraíso, también escribió una buena historia. Es decir, no desperdició la gran idea con una mala trama. Se dio cuenta de que el paraíso sólo dura un instante, de que se esfuma en cuando menos te descuidas. Y entonces tienes un mundo como éste, por más cocoteros que te envuelvan.

De eso va La playa, del origen de la civilización, de la pérdida del paraíso.

Les adjunto el inicio.
Por cierto… ¿se puede empezar mejor una novela?

La primera vez que oí hablar de la playa fue en Khao San Road, Bangkok. Khao San Road era tierra de mochileros. Casi todos los edificios se habían transformado en casas de huéspedes; contaba con cabinas telefónicas provistas de aire acondicionado para llamadas a larga distancia, los cafés exhibían vídeos de películas recientes de Hollywood, y no podías caminar ni cien metros sin topar con un puesto de cintas de vídeo de contrabando. La principal función de la calle era servir de cámara de descompresión para quienes estaban a punto de entrar en Tailandia o de abandonarla, una especie de casa a mitad de camino entre Oriente y Occidente.
Había aterrizado en Bangkok al caer la tarde, y para cuando llegué a Khao San Road ya era de noche. El taxista me hizo un guiño y me dijo que al extremo de la calle había una comisaría, de modo que le pedí que me dejara en la otra punta. No planeaba cometer delito alguno, pero quería estar a la altura de su talante conspirador. Tampoco es que importara mucho en qué extremo de la calle se colocase uno, pues era obvio que la policía no estaba por la labor. Percibí el olor a hierba en cuanto bajé del taxi. La mitad de los turistas que me rodeaban estaban colocados
La playa, 1996. Alex Garland.