Las fuerzas de la naturaleza
Parece que lo busquen a uno estas disquisiciones
sobre la naturaleza del fenómeno eléctrico. Lee libros y qué demonios, cuando le
toca el turno a la maravillosa literatura del XIX se da cuenta de que resulta
que lo raro, lo fantástico, lo desconocido, en fin, en aquella época, era la
electricidad. Así que es de esperar que los temas de conversación de los
personajes de aquellas novelas se fuesen por esos derroteros. Había ya señores obteniendo
patentes cuando los personajes que pululan por las páginas de Anna Karénina
andaban enfrascados en pasiones y adulterios.
Transcribo aquí una conversación
de salón de la citada novela sobre las fuerzas de la naturaleza cuya actualidad
nos pone los pelos de punta, y no por efecto de la electricidad estática, sino
porque da la impresión de que en los últimos ciento cincuenta años hemos aprendido
más bien poco acerca de la importancia que tiene ese pilar fundamental del
Método Científico que es la reproducibilidad del experimento, es decir, la
posibilidad de repetirlo en cualquier lugar y por cualquier persona, y que
proporcione los mismo resultados.
O tal vez es que efectivamente existen esas
fuerzas espirituales de las que habla el conde Vronski, y que lo que mueven no
son solo las mesas y las güijas, sino también las creencias humanas,
colocándonos ad infinitum a unos del lado de Descartes, y a otros del de Sandro
Rey, y nada haya que se pueda hacer por evitarlo.
Cuando se habló de mesas que
daban vueltas y de espíritus que daban golpes en los muebles, la condesa, que
creía en el espiritismo, contó los prodigios que había presenciado.
-Quiero ver eso, condesa
–manifestó Vronski, sonriendo-. Ando buscando lo extraordinario y nunca lo
encuentro.
-Tenemos una sesión el sábado que
viene –anunció la condesa-. Y usted, Konstantin Dmítrich, ¿cree en el
espiritismo?
-¿Por qué me lo pregunta? Ya sabe
lo que voy a contestar.
-Quisiera conocer su opinión.
-Pues mi opinión es que esas
mesas que dan vueltas demuestran sencillamente que nuestra pretendida buena
sociedad es tan ignorante y supersticiosa como nuestros aldeanos. Ellos creen
en el mal de ojo, en brujerías y hechizos. Nosotros…
-¿Usted no cree en eso?
-No puedo creer, condesa.
-Le digo que lo han visto estos
ojos.
-Las aldeanas le dirán que ven
fantasmas.
-Entonces supone que no digo la
verdad –insinuó la condesa, con risa fingida.
-No, Masha –dijo entonces Kiti,
ruborizándose por Levin-. Konstantin Dmítrich quiere decir que no cree en el
espiritismo.
Levin se dio cuenta del estado de
ánimo de Kiti, e iba a dar un réplica más áspera cuando Vronski, sonriente,
impidió que se enconara la conversación.
-¿No admite usted la posibilidad?
–preguntó el oficial-. ¿Por qué no? Admitimos la existencia de la electricidad,
a pesar de no conocer su naturaleza. ¿Por qué no ha de haber una fuerza
desconocida todavía que…?
-Cuando se descubrió la
electricidad –atajó Lievin-, sólo se vio un fenómeno sin conocer la causa ni
los efectos del mismo, y pasaron siglos sin que se pensara en emplearla. Los
espiritistas, por el contrario, han empezado por hacer que las mesas escriban y
por evocar los espíritus, y sólo mucho tiempo después han afirmado que existe
una fuerza desconocida.
Vronski escuchaba con su habitual
atención, y parecía que le interesaba mucho lo que exponía Lievin.
-Pero los espiritistas –prosiguió
éste- dicen: “No sabemos aún lo que es esa fuerza, pero se ha demostrado que
existe y obra en tales y cuales circunstancias. Los sabios son los que han de
descubrir en qué consiste. ¡y por qué no ha de existir una fuerza nueva, puesto
que…?
-Porque
siempre que se frota un trozo de ámbar con un paño de lana se verifica un
fenómeno previsto, y, por el contrario, los fenómenos espiritistas no siempre
se producen, y por lo tanto, no pueden ser atribuidos a una fuerza de la Naturaleza.