Instantáneas de Nueva York



1. Llegar

LLEGAMOS a Nueva York en pleno verano. Hacía calor, estábamos cansados, no teníamos demasiado dinero y la persona que supuestamente tenía que pasar a recogernos no aparecía por ningún lado. Pero estábamos allí, con los pies en la tierra utópica, y es difícil desanimarse cuando las perspectivas del viaje son tan altas. Ni aunque a uno se le pasasen por la cabeza momentáneamente los peores augurios, como que finalmente no viniese nadie a buscarnos y la prometida habitación en el Bronx que debería darnos cobijo y tiempo, hasta que encontrásemos un apartamento, se esfumase, desapareciese, y nos quedásemos desamparados en busca de un hotel por las desconocidas calles de la ciudad abstracta, de la ciudad en la que ya había estado antes, sí, en las novelas y en las películas e incluso una vez en carne y hueso, antes de lo de las torres, pero la ciudad que para mí todavía era sólo Times Square y aledaños, flashes de Central Park, del Moma, del Metropolitan, carteles escritos en chino que vi desde un autobús, fotografías del amanecer eléctrico en la noche desde el Empire State Building, sonidos de tambores en la cola eterna hacia la Liberty Island.
Uno llega a Nueva York y se monta en un taxi amarillo o en un taxi como el de Benny, de los negros, y entonces lo que hace es mirar por la ventanilla y esperar en ascuas a que aparezca el perfil de rascacielos en el horizonte. Por el camino se atraviesan barriadas pobres de casas estrechas de madera con tejados a dos aguas, pintadas con colores pastel embrutecidos por el polvo y la polución, con jardines descuidados y minúsculos en los que apenas pueden ondear sus banderas ajadas por el tiempo, con hileras de automóviles que emanan del aeropuerto y cada día pasan frente a sus ventanas. Se divisan también tras el cristal patios de cemento con canastas en las que juegan jóvenes negros espléndidos, sudaderas grises, logotipos de los Yankees, parques a los que no te gustaría acercarte y que están tan lejos de todo como el mismo pueblo del que vienes.
El taxi lo supera todo poco a poco, avanzando con la corriente; luego toma circunvalaciones que dan a autovías de cuatro carriles y sobre alguna hondonada divisas el skyline difuminado por la bruma, envuelto en el smoke plateado, como dibujado sobre un pedazo de firmamento pálido. Es una ciudad casi traslúcida, fantasmagórica, que se va quedando a un lado a medida que te adentras en uno de sus barrios continentales.
Así llegamos hoy a Nueva York los europeos, en coche, por tierra, por la puerta de atrás. Envidio las vistas que contemplarían nuestros antepasados que alcanzaban la isla en barco, tras semanas de navegación, la cabeza repleta de esperanzas y el recuerdo de los suyos como una gargajo angustioso en el paladar: la estatua de la diosa libertad “como iluminada por un resplandor repentino de luz solar” que ve Karl Rossman desde el barco en El desaparecido; las caras anonadadas de admiración de los pasajeros que acompañan a Vito Andolini antes de pasar los exámenes médicos en la Isla de Ellis en la segunda parte de El padrino; los emigrantes de Ragtime que pudieron disfrutar los contornos neoclásicos de los primeros rascacielos del Downtown: el Singer, el Whitehall, el West, el Woolworth, el World. Algunos ya ni siquiera existen.


2. Castle Hill
ESTÁIS en el Bronx. Sacas un fajo de billetes y le pagas al taxista y el taxista te dice, mirando a izquierda y derecha, que no enseñes el dinero. Tú agachas la cabeza y piensas que eres un pardillo.
La calle ancha y soleada, coches, ventanas estrechas con aparatos de aire acondicionado que sobresalen como apéndices de las fachadas. Un edificio de piedra amarilla, de unas cinco plantas, con un arco que da paso a un jardín desatendido. El Bronx es un ente que te envuelve, una nebulosa en tu cabeza, una idea vaga y difusa, una amalgama de prejuicios sedimentados durante años por los ríos de películas que has visto. El Bronx es un vapor irreal, una probabilidad que flota sobre el asfalto y que poco a poco se irá decantando, convirtiéndose en Castle Hill, el barrio al que has ido a parar, convirtiéndose en la avenida Olmstead y en la avenida Westchester, que la cruza y es por donde pasa el metro elevado, convirtiéndose en un lugar que pronto tomará sentido, dimensiones físicas. Pero tú aún no lo sabes. Ese metro lo cogerás tantas veces que te acabará hartando, pero ahora es una imagen de metal oxidado que pende a unos metros por encima de los transeúntes negros e hispanos y te fascina. Esa calle que ahora ni siquiera sabes si apunta al Norte o al Este será la calle en la que viviste durante quince días. Será tu calle. Será tuya. Para siempre.
Entras en el edificio. Es sórdido. Parece un hospital abandonado. Arrastras las maletas y estás en una casa y eso es un refugio. Cuadros de santos Orishas, habitaciones cerradas donde vive y duerme gente cansada que te cruzas por el pasillo, un pequeño altar de santería, vuestra habitación vacía. Sin cama.
Emprendéis una pequeña expedición. Camináis por la acera de cemento y os cruzáis con señoras que van a hacer la compra o con madres que arrastran carritos. Gente que no podría hacer daño a una mosca aunque viva en ese infierno que se supone que es el Bronx.Tal vez lo fuera en otro tiempo. Tal vez lo sea en otro rincón. O tal vez lo sea si rascas un poco la primera capa de pintura. Pero por ahora sólo es una calle de cuatro carriles, dos de ellos tapados por la sombra de las vías, y a los lados, descampados, parkings, vallas metálicas, edificios de una sola planta donde instalar los comercios: la funeraria de rigor, el Dunkin Donuts, el Domino’s pizza, un gabinete médico, el Halal Chinese, una Botánica, el Wendy’s, el McDonalds, el supermercado chino donde compras el colchón hinchable.
Poco a poco entiendes las calles. Para regresar a casa hay que volver y a la altura del edificio de la corporación de suministros eléctricos girar a la derecha. Para coger el metro habrá pues que salir a la izquierda y a la altura de las vías doblar a la derecha. Todo eso es luego tan obvio que, cuando ya lo sabes, te maravilla recordar lo que te costaba orientarte al principio.
Dormís, abatidos por el cansancio del viaje y la cena de bienvenida con la que vuestros anfitriones os regalan. Por la mañana, él entra nervioso en la habitación y mientras te estás poniendo los pantalones te dice: Me llevo esto. Es un cuadro de uno por setenta envuelto en una tela que había apoyado en la pared y al que no habíais prestado atención. Se detiene antes de salir. Parece darse cuenta de lo extraño de su comportamiento. De pronto, como quien hace una concesión, separa la tela y nos pregunta si queremos verlo.
Trazos rojos, dorados y negros componen un retrato de David Bowie al más puro estilo Basquiat.
Es un Basquiat, os dice.
No puede ser.
Sí. Basquiat se lo regaló a un amigo mío como pago por unas papelinas de heroína. Me lo ha traído para que se lo cuide, porque no iba a estar en casa por un tiempo y hay demasiada gente que sabe que lo tiene.
Ni siquiera está firmado, pero eso es porque el cuadro no estaba terminado.
Os miráis, al principio incrédulos, fascinados, paulatinamente convencidos. ¡Habéis dormido junto a un Basquiat!
Mientras terminas de vestirte piensas en las ciudades y las gentes a las que no estás acostumbrado. Nuevas realidades que estaban ahí antes de que tú llegases. Piensas en las casualidades que te esperan. Nuevos horizontes y nuevos muros.
Y de pronto reconoces el olor de la canela, de la harina y la mantequilla que proviene de la cocina, y entonces, mientras empiezas a salivar, recuerdas que ayer comprasteis sirope, Nutella, crema de cacahuete y Cinnamon Rolls para desayunar. 



3. Gigantes

CADA mañana cogíamos el metro en la estación elevada de Castle Hill. La lata de hojalata se acercaba renqueante, como un gusano metálico con sus dos faros circulares brillando intensamente sobre el fondo azul del amanecer. Se detenía frente a nosotros y se escuchaban crujidos, lamentos de vigas y tensores llevados al límite. Bajo nuestros pies, entre las rendijas de la madera ajada de la plataforma, se veía el Bronx proseguir con su épica historia cotidiana.
Entrábamos y nos sentábamos en los asientos naranjas o amarillos, mínimas concavidades de fornica en las que encajar nuestras posaderas, que resbalaban como respuesta a las embestidas de los arranques y frenadas, a la inercia centrífuga de los giros, y poco podían hacer para evitar que rozásemos el culo espléndido de la negra de al lado, o el codo del trabajador todavía descansado y limpio, o la provocativa pierna de la latina maquillada de ojos negros. El vagón era un arca de razas, edades y ambiciones, y, a medida que el trazado de vías subterráneas iba recorriendo la isla de Manhattan de norte a sur, también de las clases sociales. El vagón era una cápsula espacial que depositaba a cada uno de nosotros en el mundo al que pertenecíamos. 
El metro de Nueva York, como el viaje a la Luna, como las catedrales, como las pirámides, es una prueba más de que nuestros antepasados no estaban mancos, de que la historia va en zigzag, de que hay cosas para las que tal vez, como especie, ya no estemos capacitados. Porque la humanidad, como el cuerpo, también tiene que encontrarse en su mejor momento. El metro de Nueva York es un abuelo de cien años con buena salud cuyos achaques van siendo solventados a salto de mata, parche aquí y tornillo de titanio allá, por rudos operarios con chalecos reflectantes que ves trabajar ociosos desde la ventanilla del convoy en el que vas cuando éste ralentiza el paso para no violentarles. Al metro de Nueva York le están haciendo ahora otra línea y parece que se acabe el mundo. Y cuando uno piensa en cómo serían las herramientas que usaban antes, en 1900, los primeros hombres que horadaron el subsuelo del East River a bombazo limpio, o cuando piensa en aquellos que caminaban sin arneses manteniendo el equilibrio sobre una viga en lo alto del Chrysler Building mientras ajustaban tuercas y se gritaban órdenes, no puede evitar acordarse de la cita de Víctor Hugo "Eran hombres gigantescos", aunque también fuesen miserables



4. Lo que no es Nueva York

FUIMOS a parar a lugares inhóspitos, como en realidad lo son todos a los que uno llega por primera vez si no hay un amigo esperándote. Visitamos apartamentos en zonas que no nos gustaron, pero a las que luego volvimos y ya no parecían tan malas. También fuimos a zonas que, simplemente, estaban demasiado alejadas de mi trabajo, o de una boca de metro, que son como fuentes desde las que brota la civilización en estas ciudades achatadas.
Una vez salimos en una estación elevada del corazón de Brooklyn y, cuando bajamos a la calle, algunos de los chicos que estaban por allí, apoyados en las verjas o en los capós de los coches esperando no se sabe qué, se quedaron mirándonos como si fuésemos corderitos arrojados a la jaula de los leones. Las calles eran sórdidas, desangeladas, había alambradas doblegadas rodeando patios de cemento, hierbajos emergiendo por las grietas de la acera, parcelas convertidas en basureros... Salimos de allí apretando el paso, y por suerte, ninguno de esos chicos movió ni un solo dedo por hacerse con los billetes que yo llevaba en el bolsillo.
En otra ocasión, a punto estuvimos de alquilar un pequeño apartamento en Inwood. Estábamos desesperados.
Inwood es el barrio de Manhattan más alejado de Nueva York, de lo que en realidad es Nueva York, quiero decir, y eso, ya se sabe que va cambiando con el tiempo. Al principio, Nueva York era sólo la punta sur de la isla, apenas llegaba a la calle Wall, donde un muro la protegía del ataque de los indios Lenape. Eran los tiempos de Nueva Amsterdam. Poco a poco fue creciendo, se secaron las antiguas marismas y aparecieron Canal Street y los macarras de Five Points, luego, la calle Houston, y con eso ya tenían a mano la antigua población de Greenwich Village, que pronto fue anexionada y convertida en un emblema de la ciudad. Y entonces llegó el plan urbanizador de 1811. Milagrosamente se respetó la intrincada orientación de las calles del Village y se numeró el resto de calles de la isla en una cuadrícula que llegaba mucho más lejos de lo que los urbanizadores imaginaron que se pudiese llegar, hasta las colinas de Washington, lo que hoy en día se conoce por el Harlem blanco. Y parece que bastó con dibujar las calles para que la ciudad se expandiese como una gota de tinta sobre papel secante, se creyese su destino capital. Se llegó a la calle 14 y a la 23. Alguien dibujó un gran rectángulo en el centro de Manhattan. Se hizo la luz. Se anexionó Brooklyn. Plantaron el Flatiron en el cruce de la Quinta con Brodway. Se comenzó el metro. Se alcanzó la calle 59, el sur de Central Park, crecieron los Upper Sides, nadie llegó al Harlem hasta que el alcalde Giuliani sacó de allí a los chicos malos...
Pero Inwood... Inwood, a día de hoy, todavía no es Nueva York. Por más que se encuentre en Manhattan, que haya una sede del Met, las pistas de atletismo de la Universidad de Columbia y una estación de metro expreso, por más que incluso hasta allí llegue esa arteria neoyorquina que es la avenida Brodway. Inwood no es Nueva York. Más te vale cruzar el río e irte a vivir a Brooklyn o a Queens, incluso a Nueva Jersey, que quedarte en ese barrio agreste y periférico, húmedo y helado en invierno, que está en el extremo noroeste, pegado al Hudson, ni más ni menos que a veinte kilómetros de la Zona Cero.
Y sin embargo, se dice de él que es el único que conserva, en sus parques, la vegetación original de la isla. Lo único en ella que no es foráneo. Aunque tal vez por eso, precisamente.
No todo lo que conforma Nueva York es Nueva York. Las camareras de los bares del Bronx anhelan vivir en Manhattan algún día. Ese sueño es Nueva York. Y vivir en Inwood, para nosotros, desde luego, no lo era. Era un destierro del que por suerte nos libramos en el último momento, por los pelos. Pero esa será otra historia, la historia que nos llevará hasta Herbie, que quiere llegar, pero no llega. 



5. Primer contacto 
LA primera vez que el destino nos hizo tropezar, nosotros andábamos por el barrio de Astoria, en el distrito de Queens. Habíamos llegado en metro, contando los minutos que se tarda desde Times Square, y luego habíamos bajado por la Avenida 30 en busca de un apartamento cuya dirección no debía de haber escrito yo correctamente en el pedazo de papel arrugado en que iba tomando notas a vuela pluma cada vez que consultaba la web de Craigslist, pues no aparecía por ninguna parte.
El barrio nos había gustado, era familiar, tranquilo, tenía cierto aire centroeuropeo; estaba repleto de cafeterías espaciosas y limpias, y las mesas en las aceras eran como una invitación de los vecinos para que nos quedásemos a vivir con ellos. 
Y eso era lo que queríamos, así que apostados en una esquina, soportando el calor bajo la sombra de una acacia, tratamos reiteradamente de conectar con la WIFI de un restaurante italiano para confirmar la dirección correcta de entre las muchas avenues y streets que, al contrario de lo que sucedía en el callejero real, tan cuadriculado, se entrecruzaban garabateadas de cualquier manera en el papel. Pero al final no hubo WIFI, ni en el italiano ni en el Grill de la esquina opuesta ni en el chino de más allá, y, decepcionados, cansados, maldiciendo mi descuido con las notas, a punto de irnos ya, se me ocurrió que podíamos llamar a todos los teléfonos que teníamos apuntados hasta que diésemos con el dueño de ese apartamento de Astoria que no se nos podía escapar. 
Así que en realidad no fue tanta la casualidad. El número de Herbie estaba allí esperando, al acecho, anotado en ese papel sudado que iba de la mano al fondo polvoriento y sucio del bolso, y de aquí al bolsillo estrecho del pantalón vaquero; su número en un pedazo de celulosa que podría haber acabado en el suelo o en una papelera; su número camuflado entre números y guiones, entre  calles y avenidas y dobleces. No recuerdo si fue el primero, el tercero o el cuarto al que llamamos, algunos no daban tono, otros no cogían el teléfono, a otros los habíamos visitado con anterioridad y ya nos trataban con familiaridad, lo que recuerdo es que en una de tantas escuchamos una voz sorprendida, y me pareció como si a su propietario le acabásemos de despertar de la siesta. 
-¿Sí? -dijo, y rápidamente solté yo la frase que traía aprendida en inglés, algo directo y escueto. 
-¿Tienes un apartamento en Astoria? 
-¿Cómo?

-¿Tienes un apartamento en Astoria? -insistí. 
-¿En Astoria? 
-Sí. 
-¿Pero con qu… quiere …? Yo t... 
-¿Cómo? ¿Perdone? 
-Y… t… Morningside H… 
-¿Hola?
El ruido del tráfico de la calle, de la gente paseando entre los comercios, charlando en las terrazas, y la mala cobertura de nuestro móvil impedía que entendiese nada de lo que me decía, y ni siquiera sabía si del otro lado me entendían a mí. 
-Toma -casi solté el móvil-, yo no me aclaro. 
Ella lo cogió y repitió lo que estábamos buscando con más calma, con mejor pronunciación, resaltando el nombre del barrio. Yo pegué la oreja al auricular.
-¿En Astoria? -le preguntó la voz divertida, todavía sorprendida, como si no pudiese comprender quién demonios era esa pareja de extraño acento que apenas le entendía y que se empeñaba en repetir el nombre de un barrio en el que probablemente nunca había estado ni pensaba nunca pisar-. No -dijo, y de pronto la línea funcionaba perfectamente-, yo no tengo un apartamento en Astoria. 
-Pero tenemos aquí su número -alegó ella-, eso es porque alquila un apartamento, ¿no? -parecía exigir explicaciones.
-Es p… en.. amig… Heighs.
-¿Perdone? No le entiendo.

-… porque ngo… go… ghs. 
-Bueno, mire -no había manera y total, qué más daba, no era la persona que buscábamos-, es imposible, disculpe la molestia, eh, ale, disculpe. 
Fue entonces cuando escuchamos por primera vez la frase que mejor define la personalidad de Herbie, una frase sencilla, condescendiente, amable, pero con una proyección simpática y despreocupada: 
-It’s OK -dijo, y me lo imaginé encogiendo los hombros por un instante-. It’s OK -como si le hubiésemos hecho pasar un buen rato, como si le hubiésemos alegrado el día, como si estuviese encantado de conocernos, como si no le hubiésemos molestado en absoluto y más aún, como si no hubiese nada de lo que preocuparse… Pero de la trascendencia de ese gesto no nos dimos cuenta entonces, pasó su magia como una simple muestra de buena educación, un saludo de despedida común, y nos reímos pero era por la confusión, por la desesperación y el cansancio del tiempo que llevábamos ya buscando, por la impotencia, y seguimos llamando y encontramos el apartamento y nos gustó y olvidamos el que casi alquilamos el día anterior en Inwood, menuda birria, y le dijimos a la dueña que al día siguiente le daríamos la respuesta pero por no decirle ya que sí, porque lo queríamos, pero había algunos inconvenientes, el dinero, los plazos, y nos volvimos para el Bronx haciendo cálculos pero contentos y casi decididos, y sin pensar en absoluto en Herbie, otro propietario más, una voz al otro lado de la línea, uno de esas personas que existen más allá de tu círculo vital, un cuerpo más que contar para alcanzar los siete mil millones de humanos que se dice que somos. Solo que este se estaba acercando.

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