sábado, 30 de marzo de 2013

MP 55



Monstruos perfectos
-55-
Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado.
El padrino, 1969. Mario Puzo.

viernes, 29 de marzo de 2013

MP 54



Monstruos perfectos
-54-
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Elegía a Ramón Sijé, 1935. Miguel Hernández

jueves, 28 de marzo de 2013

MP 53



Monstruos perfectos
-53-
Hay hombres para quienes la acción es tanto más impracticable cuanto más fuerte es en ellos el deseo. La desconfianza en ellos mismos los embaraza, el temor a disgustar les espanta.
La educación sentimental, 1869. Gustave Flaubert.

miércoles, 27 de marzo de 2013

MP 52



Monstruos perfectos
-52-
Por primera vez desde su infancia, Conejo es feliz por el simple hecho de estar vivo.
Conejo es rico, 1981John Updike.

lunes, 25 de marzo de 2013

El artista del mundo vetusto


El artista del mundo vetusto


Al contrario que en política, en literatura la credibilidad lo es todo. Si mientras lees te asalta la sospecha de que lo que estás leyendo es mentira,  mal asunto, aunque de hecho lo sea. Y no tiene nada que ver con el género, la novela más fantástica puede ser tan creíble como la más realista, con lo que tiene que ver es con la capacidad del autor para crear un mundo y unos personajes imaginarios cuya coherencia interna aplaste cualquier sombra de sospecha sobre su ficcionalidad.

Es curioso que se las denomine "obras de ficción" (del latín fictus, que significa fingido) cuando lo que precisamente persiguen es parecer reales, auténticas. En cualquier caso, no  está de más que lo dejen claro desde el principio, no sea que nos pase como al famoso hidalgo manchego.

Puesto que conseguir este efecto creacionista no es tarea fácil, parece lógico que cada escritor se aferre a sus mejores cualidades para lograrlo. Por ejemplo, es conveniente utilizar personajes que a uno le salgan bien. Así, escritores como Salinger, utilizan casi siempre niños o pubescentes en sus historias. Es lo que sabe hacer. Raymon Carver, sin embargo, huye de los niños y se centra en utilizar hombres de mediana edad, normalmente hundidos anímica y económicamente. A Vargas Llosa, por ejemplo, le quedan bien los niños y los adultos, pero siempre que estén enfrentados con una institución más poderosa que ellos mismos.

El caso de Kazuo Ishiguro es sorprendente. Se ha empeñado en escribir historias de jóvenes, cuando a él, es evidente que lo que le sale bien es escribir sobre abueletes nostálgicos. Eso lo borda.

El artista del mundo flotante es una novela de una sutileza como pocas se han visto, que narra, con una voz tan delicada que parece que se vaya a romper en cualquier instante, la situación de un pintor japonés reconocido pero venido a menos tras el cambio de paradigma moral que prosigue a la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial. La pérdida del estatus por la senectud queda tan delicadamente descrita en esta historia, que cualquier trama con un poco de fuerza la destrozaría. Por esta razón Ishiguro decide que su trama sea cosa menor: un pequeño problema familiar. Lo mismo sucede, aunque a mi juicio con peor resultado (aun tratándose de una gran novela), en Los restos del día: de nuevo un hombre mayor que observa impotente cómo lo que siempre había considerado importante pierde su valor, se convierte en una mera curiosidad a los ojos de las nuevas generaciones.

Pero escribir dos libros sobre abueletes es suficiente, debió de pensar Ishiguro un día. Y se puso a hacer lo contrario, escribir historias de jóvenes envueltos en tramas enrevesadas. Y claro, le salieron jóvenes pelmazos y nostálgicos, que aún no han empezado a vivir y ya parece que estén preparados para marcharse de este mundo.

No he podido terminar Cuando fuimos huérfanos ni Nunca me abandones. Tal vez sea culpa mía. O tal vez tenga razón el refrán. "Zapatero, a tus zapatos". Se dice que siempre la tienen.


Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retirados, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.
A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones del tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento.   
Los restos del día, 1989. Kazuo Ishiguro.

sábado, 23 de marzo de 2013

MP 51



Monstruos perfectos
-51-
Ya no era el funcionario tímido y de medio pelo de antes, sino un verdadero propietario, un amo.
Las grosellas , 1885. Anton Chéjov.

viernes, 22 de marzo de 2013

MP 50



Monstruos perfectos
-50-
En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

jueves, 21 de marzo de 2013

MP 49



Monstruos perfectos
-49-
De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer.
Los muertos. Dublineses, 1914. James Joyce.

miércoles, 20 de marzo de 2013

MP 48



Monstruos perfectos
-48-
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú. 
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.

La carretera, 2006. Cormac McCarthy

lunes, 18 de marzo de 2013

Tirar del hilo



Tirar del hilo

Uno de los mayores placeres que existen es el del descubrimiento. En un libro, en una película, en un experimento científico o en la vida real. La conmoción del descubrimiento, la sorpresa de lo nuevo, de lo inesperado, la comprensión repentina de que estábamos equivocados, o, sencillamente, de que ni en lo más íntimo de nuestra imaginación se concebía esa posibilidad que ahora, con insultante nitidez, tenemos frente a los ojos, produce un deleite especial, distinto al que produce el amor, la recompensa merecida, la superación personal o la generosidad. Éste es más cercano a la alegría, pues no en vano un descubrimiento es un premio, y quién no se alegra cuando le toca un premio.

A la búsqueda de un descubrimiento guiado por un interés en particular se le llama investigación. Me parece más apropiada la palabra francesa “recherche”, la catalana, “recerca”, o la inglesa “research” para describir lo que hace un investigador: perseguir, buscar, rebuscar, hasta cercar, hasta forzar a que aparezcan los descubrimientos. Cuánto conocimiento hay en ese prefijo que denota insistencia "re", y en el propio núcleo de la palabra, del latín “circare”, vagar en círculo, intensamente, hasta estrechar el cerco y poder gritar: ¡Eureka!

Hace unas semanas me acerqué a la biblioteca y sufrí una serie de descubrimientos. Unos casuales, otros buscados. Me habían dicho que mi libro de cuentos había sido subrayado por los lectores que a lo largo de estos últimos años habían tenido a bien leerlo, y sentía curiosidad por conocer cuáles, de entre las frases y párrafos que yo había escrito, habían sido diferenciados. Pero mientras paseaba la vista por encima de los lomos de los libros de la estantería tropecé con uno titulado El infierno americano, de Martin Amis, y como yo había leído Tren Nocturno, que no me gustó, pero que tenía algo, y como cuando estuve en Nueva York le había visto en persona, junto al East River, leyendo un fragmento de su última novela, decidí detenerme en él un instante. Lo abrí al azar y leí un fragmento en el que Martin hablaba de Diana Trilling, una de las grandes damas de la literatura en Nueva York. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que Diana Trilling había vivido, ni más ni menos, que en la avenida Claremont, justo enfrente del apartamento del Morningside Heights en el que yo había residido por seis meses, la misma avenida por la que pasaba cada día para ir a trabajar, a correr o a comprar el helado al Deli de la esquina.

Me lo llevé a casa y el siguiente descubrimiento fue su contenido. Es un libro de entrevistas y reflexiones sobre importantes iconos estadounidenses que se lee con un placer creciente y permite comprender, un poco mejor, lo bueno y lo malo de la personalidad de los imperialistas del otro lado del charco. 

Descubrí también a un escritor que yo pensaba oscuro y confuso, convertido de pronto, en aquellas páginas, en un periodista cristalino, incisivo y ameno, y sentí una pequeña alegría.


El libro de Martin Amis me ha ayudado también a llevar a cabo un pequeño proceso de investigación. En el capítulo dedicado a Norman Mailer descubrí, por una alusión, que existía una película ambientada en el Nueva York de principios del siglo pasado, Ragtime, basada en la novela homónima de E.L. Doctorow; leyendo la novela descubrí al fotógrafo Jacob Riis, cuyas fotos de los suburbios neoyorquinos me hicieron pensar en el aspecto de las calles que hoy están repletas de turistas, pero que aún conservan edificios de aquella época; eso me llevó a recordar los primeros rascacielos que se construyeron, los de ladrillo rojo y arrabio, y leyendo sobre ellos, descubrí que no fue sino el desarrollo de los nuevos métodos de fabricación del acero vinculados a la revolución industrial, la invención del ascensor y el fuerte crecimiento demográfico urbano lo que los hizo posibles; eso me trajo a la mente la figura de Henry Frick, magnate del coque y el acero que se enriqueció gracias al auge de la metalurgia y, entre otras muchas cosas, se compró una mansión en la Quinta Avenida, frente a Central Park (actual sede de la Frick collection), el lugar por donde, según se cuenta en las primeras páginas de Ragtime, un día de principios del siglo XX, una familia de emigrantes del este de Europa que malvive en el mugriento Lower East Side, se permite el lujo de pasear, derrochando en el tranvía doce de los céntimos que tanto les cuestan ganar, para contemplar con admiración y rabia las mansiones de la parte alta de la ciudad. Sus propietarios las llaman palacios.

sábado, 16 de marzo de 2013

MP 47



Monstruos perfectos
-47-
Ella te dirá: Me gustan los hispanos, y aunque tú no has estado nunca en España, di: A mí me gustas tú. Quedarás bien.

Instrucciones para citas con trigueñas, negras, blancas o mulatas. Los boys, 1996. Junot Díaz

viernes, 15 de marzo de 2013

MP 46



Monstruos perfectos
-46-
Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo.
El padrino, 1969. Mario Puzo.

jueves, 14 de marzo de 2013

MP 45



Monstruos perfectos
-45-
Había alcanzado aquella edad de conocimiento y sabiduría infantiles que pilla por sorpresa a los adultos, y les resultaba irreconocible.
Ragtime, 1975. E.L. Doctorow.

miércoles, 13 de marzo de 2013

MP 44



Monstruos perfectos
-44-
Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas de todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y a plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas .
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

lunes, 11 de marzo de 2013

Instantáneas de Nueva York I - Llegar



Instantáneas de Nueva York
I

Llegamos a Nueva York en pleno verano. Hacía calor, estábamos cansados, no teníamos demasiado dinero y la persona que supuestamente tenía que pasar a recogernos no aparecía por ningún lado. Pero estábamos allí, con los pies en la tierra utópica, y es difícil desanimarse cuando las perspectivas del viaje son tan altas. Ni aunque a uno se le pasasen por la cabeza momentáneamente los peores augurios, como que finalmente no viniese nadie a buscarnos y la prometida habitación en el Bronx que debería darnos cobijo y tiempo, hasta que encontrásemos un apartamento, se esfumase, desapareciese, y nos quedásemos desamparados en busca de un hotel por las desconocidas calles de la ciudad abstracta, de la ciudad en la que ya había estado antes, sí, en las novelas y en las películas e incluso una vez en carne y hueso, antes de lo de las torres, pero la ciudad que para mí todavía era sólo Times Square y aledaños, flashes de Central Park, del Moma, del Metropolitan, carteles escritos en chino que vi desde un autobús, fotografías del amanecer eléctrico en la noche desde el Empire State Building, sonidos de tambores en la cola eterna hacia la Liberty Island.
Uno llega a Nueva York y se monta en un taxi amarillo o en un taxi como el de Benny, de los negros, y entonces lo que hace es mirar por la ventanilla y esperar en ascuas a que aparezca el perfil de rascacielos en el horizonte. Por el camino se atraviesan barriadas pobres de casas estrechas de madera con tejados a dos aguas, pintadas con colores pastel embrutecidos por el polvo y la polución, con jardines descuidados y minúsculos en los que apenas pueden ondear sus banderas ajadas por el tiempo, con hileras de automóviles que emanan del aeropuerto y cada día pasan frente a sus ventanas. Se divisan también tras el cristal patios de cemento con canastas en las que juegan jóvenes negros espléndidos, sudaderas grises, logotipos de los Yankees, parques a los que no te gustaría acercarte y que están tan lejos de todo como el mismo pueblo del que vienes.
El taxi lo supera todo poco a poco, avanzando con la corriente; luego toma circunvalaciones que dan a autovías de cuatro carriles y sobre alguna hondonada divisas el skyline difuminado por la bruma, envuelto en el smoke plateado, como dibujado sobre un pedazo de firmamento pálido. Es una ciudad casi traslúcida, fantasmagórica, que se va quedando a un lado a medida que te adentras en uno de sus barrios continentales.
Así llegamos hoy a Nueva York los europeos, en coche, por tierra, por la puerta de atrás. Envidio las vistas que contemplarían nuestros antepasados que alcanzaban la isla en barco, tras semanas de navegación, la cabeza repleta de esperanzas y el recuerdo de los suyos como una gargajo angustioso en el paladar: la estatua de la diosa libertad “como iluminada por un resplandor repentino de luz solar” que ve Karl Rossman desde el barco en El desaparecido; las caras anonadadas de admiración de los pasajeros que acompañan a Vito Andolini antes de pasar los exámenes médicos en la Isla de Ellis en la segunda parte de El padrino; los emigrantes de Ragtime que pudieron disfrutar los contornos neoclásicos de los primeros rascacielos del Downtown: el Singer, el Whitehall, el West, el Woolworth, el World. Algunos ya ni siquiera existen.