Monstruos perfectos
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Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado.
El padrino, 1969. Mario Puzo.
Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Hay hombres para quienes la acción es tanto más impracticable cuanto más fuerte es en ellos el deseo. La desconfianza en ellos mismos los embaraza, el temor a disgustar les espanta.
Por primera vez desde su infancia, Conejo es feliz por el simple hecho de estar vivo.
Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retirados, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.
A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones del tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento.
Ya no era el funcionario tímido y de medio pelo de antes, sino un verdadero propietario, un amo.
En fin, pues fui entonces cobarde y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido y loco.
De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.
Ella te dirá: Me gustan los hispanos, y aunque tú no has estado nunca en España, di: A mí me gustas tú. Quedarás bien.
Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo.
Había alcanzado aquella edad de conocimiento y sabiduría infantiles que pilla por sorpresa a los adultos, y les resultaba irreconocible.
Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas de todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y a plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas .
Llegamos a Nueva York en pleno verano. Hacía calor, estábamos cansados, no teníamos demasiado dinero y la persona que supuestamente tenía que pasar a recogernos no aparecía por ningún lado. Pero estábamos allí, con los pies en la tierra utópica, y es difícil desanimarse cuando las perspectivas del viaje son tan altas. Ni aunque a uno se le pasasen por la cabeza momentáneamente los peores augurios, como que finalmente no viniese nadie a buscarnos y la prometida habitación en el Bronx que debería darnos cobijo y tiempo, hasta que encontrásemos un apartamento, se esfumase, desapareciese, y nos quedásemos desamparados en busca de un hotel por las desconocidas calles de la ciudad abstracta, de la ciudad en la que ya había estado antes, sí, en las novelas y en las películas e incluso una vez en carne y hueso, antes de lo de las torres, pero la ciudad que para mí todavía era sólo Times Square y aledaños, flashes de Central Park, del Moma, del Metropolitan, carteles escritos en chino que vi desde un autobús, fotografías del amanecer eléctrico en la noche desde el Empire State Building, sonidos de tambores en la cola eterna hacia la Liberty Island.
Uno llega a Nueva York y se monta en un taxi amarillo o en un taxi como el de Benny, de los negros, y entonces lo que hace es mirar por la ventanilla y esperar en ascuas a que aparezca el perfil de rascacielos en el horizonte. Por el camino se atraviesan barriadas pobres de casas estrechas de madera con tejados a dos aguas, pintadas con colores pastel embrutecidos por el polvo y la polución, con jardines descuidados y minúsculos en los que apenas pueden ondear sus banderas ajadas por el tiempo, con hileras de automóviles que emanan del aeropuerto y cada día pasan frente a sus ventanas. Se divisan también tras el cristal patios de cemento con canastas en las que juegan jóvenes negros espléndidos, sudaderas grises, logotipos de los Yankees, parques a los que no te gustaría acercarte y que están tan lejos de todo como el mismo pueblo del que vienes.
El taxi lo supera todo poco a poco, avanzando con la corriente; luego toma circunvalaciones que dan a autovías de cuatro carriles y sobre alguna hondonada divisas el skyline difuminado por la bruma, envuelto en el smoke plateado, como dibujado sobre un pedazo de firmamento pálido. Es una ciudad casi traslúcida, fantasmagórica, que se va quedando a un lado a medida que te adentras en uno de sus barrios continentales.
Así llegamos hoy a Nueva York los europeos, en coche, por tierra, por la puerta de atrás. Envidio las vistas que contemplarían nuestros antepasados que alcanzaban la isla en barco, tras semanas de navegación, la cabeza repleta de esperanzas y el recuerdo de los suyos como una gargajo angustioso en el paladar: la estatua de la diosa libertad “como iluminada por un resplandor repentino de luz solar” que ve Karl Rossman desde el barco en El desaparecido; las caras anonadadas de admiración de los pasajeros que acompañan a Vito Andolini antes de pasar los exámenes médicos en la Isla de Ellis en la segunda parte de El padrino; los emigrantes de Ragtime que pudieron disfrutar los contornos neoclásicos de los primeros rascacielos del Downtown: el Singer, el Whitehall, el West, el Woolworth, el World. Algunos ya ni siquiera existen.