Monstruos perfectos
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I know in my heart that I'll have to change.
-Tu madre era igual que tú, Noriko. Decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, cosa que, supongo, da fe de una gran sinceridad.
CADA mañana cogíamos el metro en la estación elevada de Castle Hill. La lata de hojalata se acercaba renqueante, como un gusano metálico con sus dos faros circulares brillando intensamente sobre el fondo azul del amanecer. Se detenía frente a nosotros y se escuchaban crujidos, lamentos de vigas y tensores llevados al límite. Bajo nuestros pies, entre las rendijas de la madera ajada de la plataforma, se veía el Bronx proseguir con su épica historia cotidiana.
Entrábamos y nos sentábamos en los asientos naranjas o amarillos, mínimas concavidades de fornica en las que encajar nuestras posaderas, que resbalaban como respuesta a las embestidas de los arranques y frenadas, a la inercia centrífuga de los giros, y poco podían hacer para evitar que rozásemos el culo espléndido de la negra de al lado, o el codo del trabajador todavía descansado y limpio, o la provocativa pierna de la latina maquillada de ojos negros. El vagón era un arca de razas, edades y ambiciones, y, a medida que el trazado de vías subterráneas iba recorriendo la isla de Manhattan de norte a sur, también de las clases sociales. El vagón era una cápsula espacial que depositaba a cada uno de nosotros en el mundo al que pertenecíamos.
El metro de Nueva York, como el viaje a la Luna, como las catedrales, como las pirámides, es una prueba más de que nuestros antepasados no estaban mancos, de que la historia va en zigzag, de que hay cosas para las que tal vez, como especie, ya no estemos capacitados. Porque la humanidad, como el cuerpo, también tiene que encontrarse en su mejor momento. El metro de Nueva York es un abuelo de cien años con buena salud cuyos achaques van siendo solventados a salto de mata, parche aquí y tornillo de titanio allá, por rudos operarios con chalecos reflectantes que ves trabajar ociosos desde la ventanilla del convoy en el que vas cuando éste ralentiza el paso para no violentarles. Al metro de Nueva York le están haciendo ahora otra línea y parece que se acabe el mundo. Y cuando uno piensa en cómo serían las herramientas que usaban antes, en 1900, los primeros hombres que horadaron el subsuelo del East River a bombazo limpio, o cuando piensa en aquellos que caminaban sin arneses manteniendo el equilibrio sobre una viga en lo alto del Chrysler Building mientras ajustaban tuercas y se gritaban órdenes, no puede evitar acordarse de la cita de Víctor Hugo “Eran hombres gigantescos”, aunque también fuesen miserables.
Cuando nuestras convicciones llegan a ser muy profundas, hay un momento en que es imposible disimular sin inspirar desprecio.
En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el rincón de un diván dormido sobre el pecho de una colegiala que conocimos por casualidad?
A menudo me preguntan: "¿Cómo permiten las masas que unos pocos los exploten?". La respuesta es: "Dejándose inducir a identificarse con ellos. Después de ver tu fotografía en la portada de los periódicos, el obrero llega a casa, donde lo aguarda su mujer, una pobre mula agotada con las piernas llenas de varices, y entonces no sueña con la justicia, sino con hacerse rico".
Algunos de los libros para el canje. |
Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo.
No hay nada menos apetecible que tener que estar continuamente diciéndoles a los alumnos lo que uno sabe o lo que uno piensa. Hay muchas situaciones en las que es preferible quedarse callado para que puedan discutir y reflexionar por su cuenta.
Lo raro no es que exista una empresa que se dedica a la televenta de baba de caracol, sino que el pueblo soberano corra como corre hacia el teléfono cada vez que se emite el anuncio para efectuar su pedido antes de que se agoten las existencias.
Mi padre me llevaba de la mano a la barbería de Pepe Morillo (peluquería era entonces una palabra de mujeres), y yo era tan pequeño que el barbero tenía que poner un taburete encima del sillón para cortarme el pelo con comodidad y poder verme en el espejo. La cara le olía a colonia y el aliento a tabaco cuando se acercaba mucho a mí con el peine y las tijeras, con la maquinilla eléctrica que usaba para apurarme la nuca. Yo oía su respiración fuerte y agitada y notaba en el cogote y en las mejillas el tacto de sus dedos fuertes de adulto, la presión tan rara de unas manos que no eran las de mi padre o mi madre, manos familiares y a la vez extrañas, rudas de pronto, cuando me doblaban hacia delante las orejas o me hacían inclinar mucho la cabeza apretándome la nuca. Cada vez que me pelaba, ya casi al final, Pepe Morillo me decía, “cierra bien los ojos”, y era que iba a cortarme el flequillo recto sobre las cejas, hacia la mitad de la frente. Los pelos húmedos caían sobre los párpados, picaban en la mejilla carnosa y en la punta de la nariz, y las tijeras frías me rozaban las cejas. Cuando Pepe Morillo me decía que ya podía abrir los ojos yo encontraba por sorpresa mi cara redonda y desconocida en el espejo, con las orejas salientes y el flequillo horizontal sobre los ojos, y también la sonrisa de mi padre que me miraba aprobadoramente en él.
Estaba sin trabajo. Pero esperaba recibir noticias del norte de un momento a otro.
No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría valor para levantarme.
[...] cásese vuestra merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados.
Si les decís: "La prueba de que el principito existió es que era encantador, que reía, y que quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que existe", se encogerán de hombros y os tratarán como se trata a un niño. Pero si les decís: "El planeta de donde venía es el asteroide B 612", entonces quedarán convencidos y os dejarán tranquilos sin preguntaros más.
Leía el periódico cada día y estaba al tanto de la disputa entre los jugadores de béisbol profesional y los científicos, que afirmaban que la curva en los lanzamientos no era más que una ilusión óptica.