Saludar, cuadrarse, desfilar, presentar armas, dar media vuelta a la derecha, media a la izquierda, golpear con los tacones, aguantar insultos y mil otras estupideces. Habíamos creído que nuestra misión sería muy distinta y nos encontramos con que nos preparaban para el heroísmo como quien adiestra caballos de circo.
Últimamente ha acabado uno
un par de veces en la sala Innova de la Ciudad Politécnica de la Innovación. La
primera, para atender a las impresiones de un reputado neurocientífico afincado
en el este de los EEUU. Parecía aquello la llegada del primo emigrado que viene
con un montón de anécdotas que contar en el bar, entre cervecitas y jamoncito.
Y a su alrededor, en una mesa infinita, un racimo de científicos de la casa con
sus proyectos, sus estudiantes, sus clases que impartir, su años de
experiencias de otra índole, pues no en vano son los que se han quedado, los
que han vivido el tener que hacer investigación desde nuestro país, desde
nuestras instituciones, desde nuestras políticas.
Creo que poco se sacó en claro. Todos
sabemos que hay diferencias, pero otra cosa muy distinta es poder corregir las
que consideramos que no nos convienen y acercarnos un poco más a las actitudes
científicas que consideramos imitables en los demás. Nada se sacó por dos
razones: la primera, que lo que se dijo fueron generalidades y no se plantearon
siquiera acciones para ir a lo concreto, es decir, al grano, y la segunda, que
los científicos que escuchábamos éramos demasiado mayores; yo, con mis cuarenta
años, era el más joven de todos. ¿Cómo vamos a cambiar ahora?
La segunda vez que
he acabado en la sala Innova ha sido para escuchar los consejos de un técnico
del Centro de Transferencia de Tecnología de la UPV a la hora de rellenar la
solicitud de una convocatoria estatal dedicada a la financiación de acciones de
colaboración entre empresas y organismos de investigación, y aquí sí, las cosas
fueron muy diferentes. Veinte minutos de análisis de los aspectos más técnicos
de la convocatoria precedieron a un turno de preguntas en el que una veintena
de científicos jóvenes (en esta ocasión yo era de los mayores), y con el agua
de los plazos al cuello, se dedicaron a detectar y clarificar las triquiñuelas que siempre hay escondidas entre las páginas del BOE. De los veinte, trece eran
mujeres. Y uno se quedaba mirando aquella mesa con una especie de íntimo orgullo
familiar, que imagino se debe parecer bastante al que sienten los hinchas de un
equipo de fútbol cuando contemplan la alineación de titulares que están pisando
el césped justo antes de empezar el partido.
Finalmente llega la camarera con sus pliegues dorados y la cuenta y, mientras Conejo la firma con el número de su condominio, se siente como un dios que dispara rayos con indiferencia; la suma aparecerá en el extracto mensual, el año que viene, cuando el mundo haya dado un gran paso.
Los detalles no lo son
todo, también están la continuidad, la coherencia, el ritmo, la intriga, las
puertas abiertas de las historias, hasta la estructura y la forma. Sin embargo,
sin detalles no hay posibilidad de establecer el acuerdo mediante el cual el
lector (o el espectador), asume la ficción que se le presenta como una realidad
momentánea, aunque no por eso menos auténtica.
Los detalles esconden las
costuras de las historias, son los cubiletes que se mueven rápidamente sobre el
cajón improvisado del trilero para que, sin darte cuenta, olvides que ahí detrás hay
una cámara o dos y un director y su ayudante y el productor y el coproductor y
la amante del director y la maquilladora y los amiguetes de los actores que han
ido a echar un ojo a ver qué se cuece en esos saraos.
Quita los detalles y
tienes el sermón semanal de tu compañero de trabajo. Ponle los detalles y ponle
conflicto y empezarás a padecer como un niño al que le cuentan un cuento de
lobos y caperucitas.
Un detalle que demuestra que los guionistas de The Knick
están en todo. Capítulo 5. Un inspector de sanidad pregunta a la dueña de una
mansión del exclusivo Upper East Side -cuando el Upper East Side era exclusivo
de verdad- por la ubicación de sus empleados. Ella le responde que todos están
en casa excepto dos. ¿Cuáles son esos dos?, pregunta el inspector. Y ella dice:
Uno es el conductor del coche eléctrico.
¿Coche eléctrico? ¿Me quieres decir que
en pleno 2015 aún no tenemos coches eléctricos decentes y en 1900 había uno
rodando por las calles enfangadas de Manhattan?
La mujer podría haber dicho el
conductor del coche, o el cochero, pero no, dice el conductor del coche
eléctrico. Y lo hace con toda propiedad, pues los primeros coches que se
idearon, construyeron y comercializaron, fueron coches eléctricos, y no de
combustión interna, que no llegaron hasta casi una década más tarde.
El
mismísimo Herny Ford se sentó a la mesa de Sir Thomas Alba Edison y entre
puro y puro sellaron un acuerdo para el desarrollo y comercialización de coches
impulsados por energía eléctrica proveniente de baterías de hierro-níquel
construidas por el prohombre de la luz.
La pregunta es ¿por qué cayeron en
desuso?, ¿por qué la predicción que hizo Edison en la revista Automobile Topics en 1914 -Estoy convencido de que muy pronto todo el
transporte en Nueva York será de tipo eléctrico- va a tener que esperar más
de un siglo en hacerse realidad, si es que finalmente se cumple? ¿Es que Edison
sobreestimaba la capacidad de sus baterías? ¿O es que alguien tenía un interés especial
en que los automóviles se moviesen con derivados del petróleo?
Eso sería bien
literario, pero dejemos abierta la tan atractiva teoría conspirativa y volvamos
a lo que hablábamos, que The Knick cuida los detalles científicos, como no
podía ser de otro modo estando ambientada en la época en que está, aquella en
que corríamos con la ilusión que proporciona el vislumbrar muy cerca ya el
cartel de la meta de ese mundo electrificado, calentito e intercomunicado en el
que nos encontramos ahora.
No habiéndose descosido jamás de las faldas de su madre sino para asistir a cátedra en el Seminario, sabía de la vida lo que enseñan los libros piadosos.
Tanta energía gastada para captar y servir caliente, al otro día, con el café, esta cosa ficticia, de la que incurrimos en la equivocación de no cansarnos nunca: noticias.
En las series se está haciendo la mejor
literatura, dicen algunos. La literatura está demasiado influenciada por la
cinematografía, dicen otros. Y lo cierto es que no es extraño encontrar libros
que bien podrían haber sido guiones de película y en paz, oye, que tampoco hay
por qué matar moscas a cañonazos, lo mismo que hay series que se disfrutan con
la intensidad y la cadencia con que se leen los libros de aventuras o los
dramas del siglo XIX. Se necesitan más o menos las mismas horas para ver Breaking Bad que para leer Guerra y Paz, así que el placer obtenido
debe ser parecido, dando por hecho, claro está, que las dos sean obras de arte.
Por
eso pasa uno sus ratos libres aquí y allá, entre literatura y literatura con
respaldo visual, por así decirlo, siempre procurando encontrar, eso sí, buenos
trabajos que además le sean afines al gusto. Recientemente he descubierto The Knick, una serie ambientada en el
Nueva York de principios del siglo XX, cuando se estaba cocinando este mundo
moderno y occidental en el que para bien nos ha tocado vivir. The Knick se publicita como una serie
que muestra los primeros pasos de la cirugía actual, cuando unos médicos con
aire aristocrático se dedicaban a probar procedimientos quirúrgicos en una suerte
de locura sádica y experimental que tantas vidas pendientes de un hilo ha
salvado más tarde. ¿Cuántas mujeres tuvieron que morir en la mesa de
operaciones hasta que quedó estandarizado el protocolo exacto para realizar una
simple cesárea? En esas está The Knick.
Sin
embargo, y tal vez sin haberlo buscado sus creadores, la serie muestra los inicios de otros muchos avances técnicos y
sociales que hoy consideramos un derecho irrenunciable. Es lo que tiene estar en la ciudad de
Nueva York en el año 1900, que, por ejemplo, se estaba electrificando el mundo.
Hay una escena fantástica en la que una enfermera arroja un cubo de agua sobre
un cauterizador eléctrico porque está soltando chispas. Lo que me recuerda que
la silla eléctrica también se inventó en aquella época, por cierto. Y algunas
cosas más dan comienzo en The Knick:
la preocupación del gobierno local por la salud de sus conciudadanos, ya se
sabe, aquellos inmigrantes apilados en los edificios sin ventilación del Lower
East Side, la emancipación de la mujer, todas esas enfermeras con sus gorritos
y todos esos señores médicos con sus barbas y sus batas, pero donde, a golpe de
talonario, la hija de un multimillonario dirige el hospital y no agacha la
cabeza en las reuniones, o los derechos de igualdad racial, aún muy lejos de
ser conquistados plenamente, claro, pero algún médico negro aparece en el
reparto.
En fin, que me lo han acertado, bien sabe quien se pasa por aquí de vez
en cuando que le tiene uno cariño a la época y al lugar (Un pañuelo; Tirar del hilo)
A la belleza de la laguna se añadía la sensación de que los acantilados le servían de abrigo, como si fueran los muros de un castillo puesto del revés.
La vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres, y los que vienen detrás vuelven a empezar de cero.
A todo docente le ha pasado alguna vez que un
alumno interfiera en el normal discurrir de la clase. Que moleste a sus
compañeros y al profesor, y no solo eso, que provoque de forma voluntaria un
enfrentamiento con quien se supone que es la autoridad en el aula.
Exactamente
eso es lo que le sucede a Walter en el primer capítulo de Breaking Bad. Un
alumno habla en voz alta y molesta. Walter le llama la atención y le pide que
regrese a su sitio. El alumno se levanta con desgana y, mirándole
provocativamente, acata la orden, pero arrastrando ruidosamente la silla por
toda la clase.
¿Qué debería hacer un profesor ante una falta de respeto directa,
ante una provocación que pretende dejarle en evidencia delante de los demás
alumnos?
Muchas opiniones habrá al respecto.Unos defenderán que hay que castigar
al alumno, reprenderle con fuerza, no solo para dejar bien claro que su
comportamiento es intolerable, también para dar ejemplo a los otros chicos.
Otros
opinarán que el profesor ni siquiera debería de haber permitido que el alumno
le provocase, ante una actitud molesta, un castigo ejemplar. No vuelvas a tu
sitio, sino largo, fuera de clase.
Algunos habrá incluso que piensen que habría
que dejar tranquilo al chico, que hable, que no hay que ser tan estrictos. Que
la respuesta del alumno no es más que una defensa al ataque que recibe por
parte del profesor.
Yo opino que Walter toma la decisión más adecuada. Llama la
atención del alumno y le pide que regrese a su sitio. No le castiga, no le saca
de clase, le pide que vuelva a su sitio, que asuma su responsabilidad como
alumno, que es atender y tratar de aprender. Y por último, tal vez por
cansancio, no responde a la provocación del alumno al arrastrar la silla por
toda la clase, sino que espera a que termine para continuar.
Habrá quien diga
que Walter no le está educando, que tal vez quiera que aprenda química pero que
no le está inculcando valores como el respeto por los demás o la
responsabilidad. No lo creo. Walter consigue su objetivo, que es, por encima de
todo, enseñar química. Su obligación no es educar, sino enseñar, para educar
hace falta mucho más que cuatro horas semanales de clase. Y aun así consigue
educarle, transmitirle valores. ¿Cómo? Tratándole con respeto. Walter no le
falta el respeto al alumno en ningún momento, ni siquiera cuando el alumno le
provoca, y eso es educar de la mejor forma posible, con el ejemplo, y no solo
al díscolo estudiante, sino a toda la clase. Por ende, el respeto de Walter se
extiende desde sus alumnos hacia la materia que imparte, lo
que no es más que educar, nuevamente.
Enseñar y educar. Caballos gigantescos que
requieren de jinetes colosales. Y ahí tenemos a Walter, como miles de
profesores, cabalgando en terreno árido sobre su caballo cargado de respeto y
cansancio.