Después de muchos años estudiando el tema, Mikael estaba convencido de que no existía un solo director de banco o empresario célebre que no fuera también un sinvergüenza.
Los hombres que no amaban a las mujeres, 2005.Stieg Larsson.
Cuando encuentra uno por tercera vez en un libro
a un padre que, tras recibir las explicaciones de su hijo a las heridas que
presenta, básicamente que ha participado en una pelea en la que le ha dado una
buena tunda al mariquita de turno, le felicita, y no solo eso, sino que lo
aparta a un rincón y le explica cómo debe colocarse para pelear, con qué
nudillos debe golpear para hacer el mayor daño posible, e insulta al pobre
desgraciado y reitera gratuitamente que se lo tenía merecido y le anima a que
la próxima vez le dé más fuerte, en el cuello a ser posible, y por sorpresa,
empieza uno a sospechar que está leyendo demasiados autores de un mismo
movimiento literario.
Padres insensibles y con tendencia a la violencia (Carver,
Wolff, Ray Pollok); damas de hermosos atributos que desdeñan su vida familiar y
se sienten atraídas por la pasión de los amantes nuevos (Flaubert, Tolstoi,
Clarín); emigrantes desacostumbrados que se juntan para congraciarse con los
espíritus de la nostalgia (Junot, Lahiri, Rushdie).
Los autores nos prestamos
personajes y escenas de un libro a otro. Parece como si no hubiese suficientes
ideas, como si las cartas estuviesen contadas y la creatividad se limitase a
mostrar los detalles de una de ellas de forma particular, personal. Yo, sin ir
más lejos, siempre acabo llevando a mi protagonista a la barra de un bar, donde
se emborracha junto a un amigo. No sé por qué lo hago. No frecuento bares y
nunca me he emborrachado en plan película americana: gesto sombrío, cabeza a
media hasta, anhelo de confesión anónima. No tiene nada que ver conmigo ni con
el mundo que me rodea, pero ahí está, emergiendo de la misteriosa parte de mi
cerebro en que se supone que se cocina eso que llaman creatividad. Y es que
vivimos de prestado. Tomando de aquí y de allá sin siquiera darnos cuenta. Lo
mismo en la literatura que en la vida. Conocimos a un tipo en el instituto que
era un cara dura y cada vez que sospechamos que un recién llegado puede serlo
le colocamos a la espalda la mochila de aquel. Ese cromo ya lo tenemos.
Y así es
difícil que a uno le sorprendan.
Supongo que es una herramienta más de ese kit ancestral
de supervivencia que traemos de aquel mundo sin electricidad del que
procedemos, el de los homínidos y tal. Hay que olerse rápido a los recién
llegados, catalogar el peligro que traen. Uno no puede esperar a ver por dónde
salen. Se parece a aquel que nos hacía reír, vale; o a aquel que iba de bueno
pero se volvía loco de pronto, ok; esa tiene pinta de ir a hacernos sufrir, no
será la primera, visto. Las personas y los personajes son lo que hacen, o acaban
siendo lo que han hecho, y eso son habas contadas.
Pero de vez en cuando salta
la liebre, y entonces, oye, qué aire tan fresco.
De año en año se había ido desecando su alma, lenta, pero fatalmente. A alma seca, ojos secos. A su salida de presidio hacía diecinueve años que no había derramado una lágrima.
Mi madre no esperaba encontrar a la gente aburrida o mezquina; daba por supuesto que serían agradables e interesantes, y ellos notaban esta seguridad y en general se mostraban a la altura de lo que se esperaba de ellos.
Llevo un par de semanas tratando de entender qué
es lo que hace especial ese cuento de Tobias Wolff titulado El mentiroso, que considero el mejor de
la colección Cazadores en la nieve, y
creo por fin haber dado con la clave.
El cuento trata de un niño que miente de
forma gratuita, sin poder evitarlo. Y no estoy adelantando nada que no haga el
propio título del relato o los primeros de sus párrafos. Es un relato sobre un
niño que entra en la adolescencia, seguramente el tipo de personaje que mejor
se le da a Tobias, que tiene en su novela Vida
de este chico el ejemplo más palmario de lo que estoy afirmando.
Aún más, a
Tobias se le dan bien los adolescentes cuando son estos los que cuentan la
historia. Es lo que hace James, el protagonista de El mentiroso, contarnos en primera persona algunos detalles de su
vida familiar, de las situaciones en las que se ve forzado a inventar y de las
consecuencias que estas ficciones de lo más imaginativas acarrean en su vida y
en la de sus familiares más cercanos.
La historia está contada con la maestría
que caracteriza a Wolff, haciendo hincapié en los detalles significativos,
aportando anécdotas que parecen intrascendentes pero que construyen personajes
sólidos, comprensibles. Mientras lees el cuento la voz inocente y bondadosa de
James te genera un derroche de empatía hacia él que ni siquiera los momentos en
los que relata el daño que sus mentiras provocan en la personalidad de su atormentada
madre consiguen aplacar. Sin embargo, no dejaría de ser uno más de los relatos
del libro si no fuese por un matiz, y es que consigue transmitirte la misma
sensación de desconocimiento que sufre el chico. Consigue que, igual que le
sucede al personaje, el lector comprenda que mienta, sin saber por qué lo hace.
¿Cómo
lo consigue?
Utilizando un truco sutil. Hace que su narrador sea ligeramente
omnisciente, es decir, que sepa todo sobre la historia en algunos momentos; por
ejemplo, cuando describe lo que hace su madre sin estar él en casa. ¿Cómo puede
el narrador saber eso, si no lo ha visto y nadie se lo ha contado? No
importa. No es un error de Wolff. Es un
contraste, es una forma de decirnos: puedes saberlo todo, comprender por qué
suceden las cosas, y a la vez desconocer por completo el origen de tus
acciones.
Es cierto, incluso para los mejores de entre nosotros, que si un observador nos sorprendiera subiéndonos a un tren en una estación intermedia; si reparara en nuestros rostros, privados por el nerviosismo de su aplomo habitual; si valorara nuestro equipaje, nuestra ropa, y mirara por la ventanilla para ver quién nos ha llevado en coche hasta la estación; si escuchara las palabras ásperas o tiernas que decimos en el caso de que nos acompañe nuestra familia, o si se fijara en la manera que tenemos de colocar la maleta en el portaequipajes, de comprobar en qué sitio hemos guardado la cartera y el llavero, y de limpiarnos el sudor que nos cae por la nuca; si pudiera juzgar acertadamente sobre el engreimiento, la desconfianza o la tristeza con que nos instalamos, obtendría un panorama de nuestras vidas más amplio del que la mayoría hubiese querido proporcionarle.
Comienzo a ver Breaking Bad y en un par de capítulos descubro al protagonista
perfecto. El hombre anodino, acomplejado, el profesorcillo de tres al cuarto
que no tiene nada que decir en las conversaciones de hombres cuando salen a
fumar en las fiestas, de pronto catapultado a la arena del circo, espada y
escudo y ale, a batirse ahí con las fieras. Esos son lo héroes que me gustan,
el Jean Valjean de Los miserables, el
informático apocado de Las colinas tienen
ojos, el William Wallace de Braveheart,
tipos que estaban ahí de paso, que no querían molestar, hombrecillos que no buscaban
bronca, pero a los que la bronca les va a ir a hurgar en los cojones.
Pese a sus
reticencias al protagonismo, la personalidad de este tipo de personajes va
mostrando sus aristas a medida que se enfrentan a los problemas. Poco a poco
toman peso, seguridad, van sacando lo mejor de sí mismos y uno descubre un pozo
mucho mas profundo de lo que esperaba.
De entre todas las aristas de Walter White
elijo, por ahora, la de profesor de química. Walter será muchas cosas y
seguramente a los guionistas de la serie lo que menos les importe es cómo se
las apaña como profesor de instituto, para ellos es una forma más de introducir
matices en el personaje, pero el tema me cae cercano, y me hace gracia, porque
lo cierto es que posee unas buenas habilidades docentes.
Exploremos pues ese
lado del poliédrico profesor Walter.
En el capítulo uno aparece ante una clase
de adolescentes en una escena corta pero muy descriptiva.
Comienza explicando
qué es la química. La define: Es la ciencia que estudia la materia. Los alumnos
no parecen muy interesados. Después da su opinión personal sobre lo que es la
química, completa la definición: Es la ciencia del cambio. Eso es lo
importante, cómo cambian las cosas y cómo el cambio lo significa todo. El propio ciclo de la vida. Los ojos le brillan, se nota que ama la química, que
le fascina lo que está contando. Los alumnos, sin embargo, siguen cabizbajos y
bostezando. A continuación aporta un ejemplo práctico, enciende un mechero y pulveriza
sustancias químicas que producen sendas llamas de colores. Acaba de
ejemplarizar con un experimento lo que ha querido decir con sus palabras. Y
mientras lo hace, sigue reforzando la idea del cambio, cómo los elementos se combinan para transformarse en esos colores tan vivos que han conseguido
hacer levantar la cabeza a algunos de los chicos. La escena termina con una
sonrisa espléndida de Walter, mientras dice: “Es realmente fascinante”.
Algunas
cosas que hacen de Walter White un buen profesor son:
1. Es ortodoxo, pero como experto
en la materia expresa su opinión y valora la importancia de las diferentes
premisas. Así lo demuestra al definir la asignatura, se cierne a la doctrina:
es la ciencia de la materia y el cambio, pero emite una opinión sobre esa
definición, una opinión basada en su propio conocimiento y experiencia en el
tema.
2. Es un entusiasta de la materia que imparte. No hay más que observarle
hablar de ella, el respeto y la admiración que le tiene.
3. Domina la materia.
Prueba de ello es la exactitud con que describe los procesos químicos que se
están dando mientras realiza el experimento con el fuego: niveles energéticos, enlaces moleculares etc...
4. Utiliza ejemplos
prácticos y vistosos.
Todo eso en apenas cincuenta segundos merced a los estupendos
guionistas de la serie. Seguiremos viéndola, aunque no será solo por aprender
química.
Mary iba con mucho cuidado. Antes de dar una clase la escribía entera, utilizando los argumentos, y a menudo las palabras, de autores aceptados, no fuera a ser que por casualidad dijera algo escandaloso. Sus propias ideas se las guardaba para sí, y las palabras adecuadas para expresarlas se debilitaron con el paso del tiempo; sin desaparecer por completo se encogieron hasta convertirse en puntos remotos y nerviosos, como pájaros que se alejan.
Lo que caracteriza al esqueleto, en un primer esbozo de psicología esquelética, es el no dar su brazo de hueso a torcer, la intransigencia, la intolerancia. Se dobla por aquí o por allá, mediante un mecanismo de locomotora, pero no le pida usted que se doble por otro sitio, porque se rompe.
Se le veía a Immanuel de lo más agradecido a sus
mandamases en ese fabuloso y hoy en día tan necesario artículo titulado ¿Qué es la ilustración? Lo leyó uno por
allá su adolescencia de instituto y de entre las categorías y demás exóticas
comidas de olla que se les ocurrían a los filósofos se queda con esta reflexión
de madurez, y luego con lo de la caverna de Platón y con lo del empirismo de
Hobbes, que también tenían su gracia.
Decía Immanuel en ¿Qué es la ilustración? que una sociedad
ilustrada es aquella en la que sus miembros han alcanzado la mayoría de edad; no en el sentido cronológico, sino en el de la autonomía, estableciendo un
paralelismo entre la vida de la persona, que pasa de la niñez a la madurez
cuando alcanza su mayoría de edad -y es entonces cuando se le supone el juicio,
la capacidad de decisión, y la responsabilidad de sus actos-, y la de la
sociedad, que puede encontrarse o no en su mayoría de edad, es decir, en ese
momento en que es dueña y responsable de su destino.
Aseguraba también, y se le
nota cierta tímida esperanza en sus palabras, que un hombre tiende de forma
natural a madurar, y lo mismo una sociedad, que tiende de modo natural a
ilustrarse. Sin embargo, identifica dos enemigos firmes a esta evolución: por
un lado la vagancia, o la cobardía del individuo para tomar las riendas de su
propio raciocinio, y por otro el poder de los líderes o gobernantes, que no
siempre estimulan ese crecimiento en sus pueblos. Algo así como le pasa a un
adolescente que empieza a dejar de serlo, que debe asumir el hecho de la
madurez, tomar el control de sus decisiones, no relajarse en los placeres de la
dependencia, y esperar que sus padres no le pongan muchas trabas para que la
transición se complete.
En eso Immanuel estaba de lo más contento con su Federico
II, un gobernante ilustrado que
comprendía que el camino correcto pasaba por ceder derechos y obligaciones al
pueblo, y no limitarle con leyes que lo aniñaran. Según Kant, no vivían aún en
una época ilustrada, pues faltaba mucho por hacer, pero al menos vivían en una
época de ilustración, es decir, que estaban avanzando en la buena dirección.
Se
pregunta uno qué opinaría el ínclito filósofo acerca de nuestra época, de las actuaciones
de los gobernantes y de los gobernados, y le da la impresión de que pensaría
que ambos nos hemos estancado un poco, los primeros por tratar a sus ciudadanos
como a peleles, y hacerlo a conciencia, y los segundos por dejarnos guiar por
los senderos de la alta política sin levantar la cabeza, con la placidez del
adolescente que no se pregunta quién hace frente a las facturas ni de dónde
sale el dinero de la paga semanal.
El caso es que ya no queda paga, y los viejos
se empeñan en seguir haciendo de tutores y, claro, la autoridad se resiente y
se les pierde el respeto con la chequera vacía. Pero ¿acaso esa falta de
respeto no indica una voluntad de asumir el mando, esto es, de madurar?
Apártate, que yo también puedo, que yo puedo hacerlo mejor. Eso es lo que
empiezan a decir algunos, tal vez asumiendo su parte del trato (y del error),
ese sapere aude (ten valentía para hacer uso de tu propio
entendimiento) que señala el camino de la ilustración.
La otra parte del trato
corre del lado del gobernante, que, según Kant, para dirigir a su pueblo hacia
la mayoría de edad debería asegurar el derecho a la expresión pública de la
opinión individual. No parecen estar muy por la labor en esto los nuestros,
pues las leyes actuales, y las que vienen, más bien constriñen ese derecho. Un
profesor no puede dar su opinión sobre asuntos internos del colegio sin miedo a
ser expedientado, parece que no quieran pancartas con eslóganes en las calles, que
nos juntemos a charlar en corrillos en plazas, ni siquiera es conveniente
preguntar a la gente qué opina más allá de una vez cada cuatro años. Así que
¿época ilustrada, de ilustración o más bien conviene resetear y volver a cargar
el programa?