domingo, 9 de marzo de 2014

Hacer girar la rueda


Hacer girar la rueda

Desde que el hombre se asentó en las ricas tierras mesopotámicas y decidió que ya no iba a vagar más, que ya estaba bien, que le dolían los pies y que a partir de ahora iba a plantar su propia cebada, a criar una pequeña granja de cerditos y cabras y a edificar unas chozas de lo más rústicas, el problema dejó de ser la resistencia del calzado y la cercanía de una buena cueva para pasar a ser un problema de energía, o de cómo mover un arado o levantar una pared de adobe sin tener que echar el resto del día. Poco más tarde alguien inventó la rueda, y entonces todo el mundo empezó a pensar en cómo podrían hacerla girar, pues se dieron cuenta de que ruedas girando eran trigo hecho harina, útiles vasijas de arcilla, carros cargados de especias tirados por animales de carga, es decir, comercio exprés, bloques de mármol levantándose como plumas hasta alturas vertiginosas, máquinas de vapor, trenes surcando los bosques y exhalando su humito de cuento decimonónico, barcos subiendo y bajando el Misisipi aunque no hiciese viento, relojes que funcionaban incluso cuando salía nublado, bicicletas, motos, automóviles, aviones… Recientemente, para colmo, entre unos cuantos descubrieron cómo manejar la electricidad y resulta que lo más importante era mover electrones, sin eso nada, y que para mover electrones hacía falta hacer girar bobinas de cobre cerca de un imán, y otra vez a darle vueltas a la trompa.

De eso tratan el par de libros que tengo sobre la mesa, El ecologista nuclear y Cenital. El primero un ensayo divulgativo sobre las posibilidades que nos quedan con los recursos que nos quedan, el segundo una novela sobre la forma en que el mundo que conocemos se va a ir al garete. Porque lo que parece claro es que, si no descubrimos otra manera de darle vueltas a las ruedas, o si no nos las apañamos para que las formas que conocemos de hacerlo sean más eficientes, poco a poco se van a ir parando. Y sin ruedas girando nos vamos a quedar a oscuras y ni siquiera WhatsApp, y así están las cosas.

Me gusta del primero la forma en que te cuenta cómo los cambios en las fuentes de energía han moldeado la historia humana: del animal y la madera al carbón vegetal, y de este, justo antes de quedarnos sin bosques en Europa, al carbón mineral, y de aquí al petróleo, y cuando no quede una gota barata de crudo a ver cómo nos las apañamos. Lees la historia de la energía y los reyes te parecen unos peleles y las guerras puras anécdotas sin importancia. El mundo actual se inventó el día en que alguien le dio al primer interruptor, y para eso otro alguien había tenido que construir unas turbinas. Eso es relevancia. Lees la novela de Bueso y te das cuenta de cuán frágil es el equilibrio energético sobre el que sostenemos nuestra cómoda existencia. Me gustan sus personajes, lo que se parecen a nuestros padres, también a esos gurús que van saliendo como setas, el viejo compañero de clase que un día te cruzas en la calle y te cuenta que ha abandonado su taller o su oficina y, aleccionado por su abuelo, se han plantado un huertito, comprado cuatro gallinas, aprendido a picar esparto para hacer cuerda.

Muchas veces pongo en un brete a mis alumnos con esto de la rueda. El mundo ha colapsado y hay que empezar de nuevo, les digo. ¿Qué conocimientos desearíais poder recordar? Siempre surge la Ley de Faraday: fuerza electromotriz inducida, electricidad, luz, calorcito, comodidad, medicamentos. Ya saben que para eso hay que darle vueltas a una bobina y tal, así que ahora, solo hay que encontrar una buena forma de hacerlo.

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