Clavar a Cristo
Cuando era pequeño vi un capítulo de una serie
de televisión que presentaba Ray Bradbury, en el encabezado de la cual, el
escritor aparecía en una habitación repleta de objetos de lo más variopintos,
algo así como el almacén de los trastos de un mercadillo de barrio. Los objetos
descansaban sobre un sinfín de estanterías, sobre la mesa que dedicaba a
escribir, por el suelo, apilados en los rincones. Explicaba Ray que, para
escribir sus relatos, muchas veces hacía uso de estos objetos. Se quedaba
mirando fijamente uno de ellos hasta que la historia que habitaba en él
emergía, se clarificaba en su mente, se mostraba ante sus ojos. Entonces no
tenían más que sentarse ante la máquina y escribirla de un tirón. Tras esta
explicación, la cámara enfocaba un objeto en particular y, entonces, daba
comienzo el capítulo.
Si es cierto que cada objeto oculta una, o quizá cientos de
historias, me pregunto yo cuál será la que esconde ese crucifijo con el que me
topé el domingo pasado en un mercadillo de Valencia. Alguien desclavó a Jesús -echen
una ojeada a la foto-, y la pregunta es ¿por qué? Y ahí empieza la historia. ¿A
quién se le ocurre desclavar una figurilla así? ¿Con qué objetivo? ¿Existe una intención
detrás del hecho? ¿Qué le llevó a hacerlo? ¿Es que pretendía cambiar la
historia, corregir aquel entuerto en el que nos metimos cuando se nos ocurrió
matar a nuestro propio Dios? Y si es así, ¿qué sería lo siguiente que hizo? Desclavar a
Dios y luego qué. Vengarse de los que lo habían crucificado, supongo: los hombres,
claro. Así que seguramente ande por ahí en busca de su víctima. Tal vez esté oculto
entre la horda de curiosos que vagan por el rastro como zombis, husmeando aquí
y allá, asomándose a los puestos polvorientos repletos de objetos e historias: una
cabeza de perro amarillo, figurillas de Vikingos, portalámparas, efigies,
cestitas de mimbre, de lata, molinillos de café, platos de alpaca, baúles, crucifijos…
Sí, por ahí andará, vigilando, esperando a que alguien compre la figurilla para
seguirle hasta su casa y allí ejecutar su venganza divina. Tal vez sea esa la
historia.
O tal vez haya otra. Porque ¿qué hay de la historia del hombre que
cogió la figurilla y la sujetó con celo? Aferrar al Hijo de Dios al madero de
esa forma tan burda… No atreverse a crucificarlo de nuevo, pero tampoco
atreverse a liberarlo. El miedo como un frío que te hiela y te bloquea. Porque
¿qué hace uno con un objeto así? ¿Se lo lleva a su casa, coge un clavo, lo
coloca sobre la palma de la mano y le asesta un martillazo? ¿Y luego otro? ¿Y
luego otro en los pies? Hay que estar muy loco o ser un inconsciente para
repetir el rito de la crucifixión así, con esa gratuidad, dos mil años después.
Caminamos
entre las sombras y el sol, dejamos atrás las historias y los objetos, encontramos
nuevas historias, un acordeón en el suelo, ruedas de bicicleta, un stand de
cargadores de móviles antiguos, otro de tuercas y herramientas oxidadas, gente
que nos cuenta cosas, objetos que nos cuentan cosas, historias, historias y más
historias.
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