Abandono por enésima vez Manhattan Transfer. En
esta ocasión dejándola por la mitad. En esta ocasión forzando la máquina
lectora, empecinado en avanzar contra esa masa de palabras que, como una
corriente marina, se obceca en echarte afuera, en sacarte a la orilla, en
agotarte física y mentalmente hasta que digas no puedo más, y entonces te dé
igual si la novela es coral o si tiene un enfoque cinematográfico o si lo que
el autor pretende es dibujar un cuadro del Nueva York previo al crac bursátil a
base de pequeñas pinceladas. Tú lo que quieres es ver el trazo entero, y aunque
intuyes grandes aventuras en algunas de esas pinceladas: el adulterio de la
esposa de un carretero con el abogado que le defiende por un accidente de
tráfico, las inquietudes de un niño cuya madre está enferma, las desventuras de
un campesino recién llegado a la Gran Manzana, la interrupción sistemática de
esas trayectorias, de esas buenas perspectivas, te frustra. Necesitas que la
literatura te balancee y esta es literatura de camino pedregoso. Dejas el
libro. Había calles que reconocías, trenes elevados que ya no están allí,
historias que quedan tristemente interrumpidas, pero ahora no porque termine el
trazo, ahora, porque no eres capaz de seguirle el juego al autor. Quieres leer
ese libro, pero no puedes. Y coges otro libro. Así es como la pierdes. Y este
lo lees en dos tardes, casi cuesta abajo, y lo volverías a leer y lo vas a
releer. Lo cual seguramente dice más de ti que de ellos.
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