Monstruos perfectos
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Se dice que hay la religión suficiente para que los hombres se odien entre sí, pero no la suficiente para que se amen.
El corazón del ángel, 1987. Alan Parker.
Se dice que hay la religión suficiente para que los hombres se odien entre sí, pero no la suficiente para que se amen.
¡Ay, qué terrible es la sabiduría cuando no rinde ningún provecho al sabio!
Cuando era pequeño vi un capítulo de una serie
de televisión que presentaba Ray Bradbury, en el encabezado de la cual, el
escritor aparecía en una habitación repleta de objetos de lo más variopintos,
algo así como el almacén de los trastos de un mercadillo de barrio. Los objetos
descansaban sobre un sinfín de estanterías, sobre la mesa que dedicaba a
escribir, por el suelo, apilados en los rincones. Explicaba Ray que, para
escribir sus relatos, muchas veces hacía uso de estos objetos. Se quedaba
mirando fijamente uno de ellos hasta que la historia que habitaba en él
emergía, se clarificaba en su mente, se mostraba ante sus ojos. Entonces no
tenían más que sentarse ante la máquina y escribirla de un tirón. Tras esta
explicación, la cámara enfocaba un objeto en particular y, entonces, daba
comienzo el capítulo.Adonde quiera que fueras la gente hablaba del reclutamiento. Bien. Podías librarte por trescientos dólares, pero ¿quién tenía trescientos dólares? Para nosotros como si hubiesen sido tres millones. En cuanto a los reclutadores, les tenían demasiado miedo a las bandas como para perseguirnos. Además, nunca imaginamos que la guerra pudiera llegar jamás a Nueva York.
-Mi mujer me ha regalado un chaleco de punto por nuestro aniversario de boda -había confesado al barman, con la cabeza espesa por el coñac.
-¿Y qué esperaba usted? -había respondido el barman-. En eso consiste el matrimonio.
Yo creo firmemente que la falta de intimidad es una desgracia para el hombre. Sin ella no se profundiza en nada. Hay que entregarse con fuerza, regularidad y abstracción para penetrar en cualquier cosa. Y si el neoyorquino o la neoyorquina siguen muchos años en el plan de hoy acabarán siendo gentes superficiales, mecánicas y desnaturalizadoras.
Abandono por enésima vez Manhattan Transfer. En
esta ocasión dejándola por la mitad. En esta ocasión forzando la máquina
lectora, empecinado en avanzar contra esa masa de palabras que, como una
corriente marina, se obceca en echarte afuera, en sacarte a la orilla, en
agotarte física y mentalmente hasta que digas no puedo más, y entonces te dé
igual si la novela es coral o si tiene un enfoque cinematográfico o si lo que
el autor pretende es dibujar un cuadro del Nueva York previo al crac bursátil a
base de pequeñas pinceladas. Tú lo que quieres es ver el trazo entero, y aunque
intuyes grandes aventuras en algunas de esas pinceladas: el adulterio de la
esposa de un carretero con el abogado que le defiende por un accidente de
tráfico, las inquietudes de un niño cuya madre está enferma, las desventuras de
un campesino recién llegado a la Gran Manzana, la interrupción sistemática de
esas trayectorias, de esas buenas perspectivas, te frustra. Necesitas que la
literatura te balancee y esta es literatura de camino pedregoso. Dejas el
libro. Había calles que reconocías, trenes elevados que ya no están allí,
historias que quedan tristemente interrumpidas, pero ahora no porque termine el
trazo, ahora, porque no eres capaz de seguirle el juego al autor. Quieres leer
ese libro, pero no puedes. Y coges otro libro. Así es como la pierdes. Y este
lo lees en dos tardes, casi cuesta abajo, y lo volverías a leer y lo vas a
releer. Lo cual seguramente dice más de ti que de ellos.Cuando un sueldo son mil euros, una hipoteca son mil euros, una tele gigante son mil euros y una tonelada de arroz son mil euros te das cuenta de que el sistema ha fracasado.
Hay cosas que no tendrían que ponerse al mismo nivel tan alegremente, digan lo que digan las leyes de la oferta y la demanda; diga lo que diga la libertad del mercado, diga lo que diga su mano invisible, ésa que todo lo arregla salvo las nacionalizaciones de los grandes bancos norteamericanos. La misma mano invisible que te ha vaciado los bolsillos.
Yo se lo metería.
Tú se lo meterías a cualquiera, alguien dijo burlonamente.
Y él lo miró de arriba abajo. Lo dices como si eso fuera algo malo.
-Yo acabo de tomar mi té... ¿Pero por qué no toma usted un gin fizz? A mí me encanta ver a la gente tomar gin fizzes. Me da la ilusión de estar en los trópicos, sentada en un bosque de guinjos, esperando un barco que nos lleve por un río ridículamente melodramático todo bordeado de mangles.
-Camarero, un gin fizz, haga el favor.
A Lazaro Codesal lo mató un moro a traición, lo mató mientras se la meneaba debajo de una higuera, todo el mundo sabe que la sombra de la higuera es muy propicia para el pecado en sosiego; a Lazaro Codesal, yéndole de frente, no lo hubiera matado nadie, ni un moro, ni un asturiano, ni un portugués, ni un leonés, ni nadie. La raya del monte se borró cuando mataron a Lázaro Codesal y ya no se volvió a ver nunca más.
Todo el mundo sabe que la realidad supera a la
ficción y que no hay mejor narrador de historias que el tipo que se acoda en la
barra de un bar y te cuanta su última fechoría, o la abuelita que, las piernas
bajo las faldas de la mesa camilla, hace memoria y entrelaza magistralmente,
con esa voz cadenciosa y apaciguadora, las vicisitudes por las que ella y los
suyos tuvieron que pasar para llegar hasta el día de hoy.