El autorretrato de Oscar Wilde
Me pasa con Oscar Wilde lo que a todo el mundo
le pasa cuando ve una película de Woody Allen, que enseguida reconoce al autor
en uno de los personajes. Su personalidad es tan peculiar y tan arrebatadora,
que parece que se les hace muy difícil desprenderse de ella, y allá donde crean
algo, una ficción, una aventura, un enredo, tienen que hacer aparecer a un tipo
que piense y hable como ellos, que sea tan ingenioso como lo son ellos en la
realidad. Es como si no necesitasen inventar a nadie mejor, ni distinto, porque
ellos son el no va más, y cuando uno tiene al no va más en casa, para qué
demonios se va a poner a hablar de gente vulgar. Les pasa a otros autores, hay
un poco de Capote en Holly Golightly y por supuesto en el P.B. Jones de
Plegarias atendidas; hay un poco de Updike en Harry Angstrom y supongo que en
Bech, por más que se diga que es su alter ego; hay un poco de Irving en Garp;
un poco de Carver en cada uno de los borrachos decadentes de cada uno de sus
cuentos decadentes; y todo Wilde está en lord Henry Wotton, un caballero inglés
de la época victoriana, extremadamente culto e ingenioso, que sodomiza todas y cada
una de las páginas de El retrato de Dorian Gray. Tanto es así que hasta el
propio personaje principal, el papel que Oscar Wilde reservó para Dorian Gray,
se ve fagocitado por la luminosidad de lord Henry, y no es sino a mediados de
la novela donde el pobre, a base de voluntad, consigue levantarse un poco entre
el gentío y gritar: ¡Ey, que estoy aquí! ¡Que soy yo el que da nombre a la novela!
Da gusto leer El retrato de Dorian Gray porque
es como pasar un rato con Oscar Wilde, y eso, bien lo sabía la ociosa
aristocracia londinense, es de lo más divertido. El dramaturgo tenía chispa no
solo en las páginas, y ya se dijo aquí que no hay mayor lealtad que la risa, al
menos mientras las gracias no se salgan del tiesto. A Wilde, como a Capote, en
algún momento se les salieron, y entonces dejaron de ser graciosos. Pero esa ya
es otra historia.