Monstruos perfectos
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Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.
La carretera, 2006. Cormac McCarthy.
Miró al cielo por la fuerza de la costumbre pero no había nada que ver allí.
El avión se detiene, van despacio, han aterrizado y una terminal baja de color rosa se perfila ante sus ojos mientras se acercan los minibuses del 747. Empiezan a moverse, a sudar de repente, cogen sus abrigos invernales, buscan a tientas sus gafas de sol y se encaminan hacia las salidas. En lo alto de la escalera plateada que baja hasta el asfalto, el aire tropical, tan cálido, húmedo y clemente, compuesto enteramente de diminutos círculos, golpea el rostro de Conejo como si le echaran una ráfaga con un pulverizador; pero Ronnie Harrison estropea el instante diciéndole al oído, nítidamente:
-Jo, chico. Esto es mejor que una buena mamada.
Y, peor aún que la voz de Ronnie ensuciando el momento tan precioso y frágil del primer encuentro con un nuevo mundo, las mujeres ríen, dando a entender que han oído la gracia. Janice se ríe, la muy bobalicona. Y también la azafata, cuyo cuerpo resplandeciente se ha perlado de gotas con el calor, junto a la puerta donde está apostada diciendo adiós, adiós, sonrisas procaces.
La risa de Cindy se destaca infantil por encima de las otras y rápidamente dice, arrastrando la palabra: "Ronnie...". En medio del asco, Conejo se excita al recordar aquellas fotografías Polaroid guardadas en un cajón.
Qué agotadora es la fidelidad cuando no brota de una verdadera pasión.
Existe un mundo propio en las miradas, posiblemente el mejor canal de comunicación que posee la especie humana. Una mirada puede proponer un coito a más de cinco metros en una discoteca oscura, llena de humo, de cuerpos sudorosos y de luces estroboscópicas, una mirada puede comunicar la ternura de un niño con tanta intensidad como una caricia, o el rencor de un vecino en la reunión de escalera cuando sacas el tema espinoso, o el aburrimiento de un alumno, o el esfuerzo que hace por comprender, porque no se le escape el hilo frágil del entendimiento. Los ves desde sus sillas seguir tus explicaciones, los trazos que das en la pizarra, hasta las bromas que haces, y ahora, justo cuando comenzamos con el estudio de ese misterio que sigue siendo la realidad palpable de que dos imanes se repelan a distancia, les ves levantar las manos, conformar un sistema de referencia con sus dedos pulgar, índice y corazón y hacerlo girar en el espacio, o aplicar la regla del sacacorchos, o atornillar y desatornillar imaginariamente una y otra vez mientras sus mentes siguen los razonamientos, indagan en las pistas, comparan ángulos, mueven vectores...
Y entonces se produce el milagro, aparecen, aquí y allá, con la aleatoriedad de las burbujas en el agua que empieza a hervir, los signos evidentes de que lo han comprendido. Una llamarada en sus ojos, a veces seguida de una leve sonrisa y una concisa anotación en sus apuntes. Lo tienen. Y no hace falta que lo digan.
La lealtad se gana. Actualmente todo el mundo habla de lealtad y, en realidad, lo único que hace es obedecer ciegamente las órdenes que recibe.
Íbamos a animar a los obreros cercados en aquellos momentos difíciles. Convertiríamos su lucha en revolución. Mataríamos a Frick. Pero estábamos en Nueva York y no teníamos dinero. Necesitábamos dinero para pagar el billete de tren y para comprar una pistola. Entonces fue cuando me puse ropa interior con blondas y me eché a la calle Catorce. Un viejo me dio diez dólares y me dijo que me fuera a casa. El resto me lo prestaron. Pero lo habría hecho si hubiera sido necesario. Era para el atentado. Era por Berkman y por la revolución. Le di un abrazo en la estación. Planeaba disparar a Frick y quitarse la vida. Yo corrí tras el tren mientras partía. Sólo teníamos dinero para un billete. Dijo que para el trabajo sólo hacía falta una persona. Se metió en el despacho de Frick en Pittsburgh y le disparó al cabrón tres veces. En el cuello, en el hombro. Hubo sangre. Frick quedó tendido. Entraron varios hombres. Le quitaron la pistola, pero tenía un cuchillo. Se lo clavó a Frick en la pierna. Le quitaron el cuchillo. Se metió algo en la boca. Le abrieron las mandíbulas a la fuerza. Era una cápsula fulminante de mercurio. Lo único que tenía que hacer era morder la cápsula y el despacho hubiera estallado con todo el mundo dentro. Le echaron la cabeza atrás y le quitaron la cápsula. Le golpearon hasta dejarle inconsciente.
Ragtime, 1975. Edgar L. Doctorow
La verdad es que me parezco a Swann curado de su amor y suspirando: "¡Y pensar que he estropeado mi vida por una mujer que no era de mi estilo!"
-Tu madre era igual que tú, Noriko. Decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, cosa que, supongo, da fe de una gran sinceridad.
CADA mañana cogíamos el metro en la estación elevada de Castle Hill. La lata de hojalata se acercaba renqueante, como un gusano metálico con sus dos faros circulares brillando intensamente sobre el fondo azul del amanecer. Se detenía frente a nosotros y se escuchaban crujidos, lamentos de vigas y tensores llevados al límite. Bajo nuestros pies, entre las rendijas de la madera ajada de la plataforma, se veía el Bronx proseguir con su épica historia cotidiana.
Entrábamos y nos sentábamos en los asientos naranjas o amarillos, mínimas concavidades de fornica en las que encajar nuestras posaderas, que resbalaban como respuesta a las embestidas de los arranques y frenadas, a la inercia centrífuga de los giros, y poco podían hacer para evitar que rozásemos el culo espléndido de la negra de al lado, o el codo del trabajador todavía descansado y limpio, o la provocativa pierna de la latina maquillada de ojos negros. El vagón era un arca de razas, edades y ambiciones, y, a medida que el trazado de vías subterráneas iba recorriendo la isla de Manhattan de norte a sur, también de las clases sociales. El vagón era una cápsula espacial que depositaba a cada uno de nosotros en el mundo al que pertenecíamos.
El metro de Nueva York, como el viaje a la Luna, como las catedrales, como las pirámides, es una prueba más de que nuestros antepasados no estaban mancos, de que la historia va en zigzag, de que hay cosas para las que tal vez, como especie, ya no estemos capacitados. Porque la humanidad, como el cuerpo, también tiene que encontrarse en su mejor momento. El metro de Nueva York es un abuelo de cien años con buena salud cuyos achaques van siendo solventados a salto de mata, parche aquí y tornillo de titanio allá, por rudos operarios con chalecos reflectantes que ves trabajar ociosos desde la ventanilla del convoy en el que vas cuando éste ralentiza el paso para no violentarles. Al metro de Nueva York le están haciendo ahora otra línea y parece que se acabe el mundo. Y cuando uno piensa en cómo serían las herramientas que usaban antes, en 1900, los primeros hombres que horadaron el subsuelo del East River a bombazo limpio, o cuando piensa en aquellos que caminaban sin arneses manteniendo el equilibrio sobre una viga en lo alto del Chrysler Building mientras ajustaban tuercas y se gritaban órdenes, no puede evitar acordarse de la cita de Víctor Hugo “Eran hombres gigantescos”, aunque también fuesen miserables.
Cuando nuestras convicciones llegan a ser muy profundas, hay un momento en que es imposible disimular sin inspirar desprecio.
En los años jóvenes, ¿quién no se quedó en el rincón de un diván dormido sobre el pecho de una colegiala que conocimos por casualidad?
A menudo me preguntan: "¿Cómo permiten las masas que unos pocos los exploten?". La respuesta es: "Dejándose inducir a identificarse con ellos. Después de ver tu fotografía en la portada de los periódicos, el obrero llega a casa, donde lo aguarda su mujer, una pobre mula agotada con las piernas llenas de varices, y entonces no sueña con la justicia, sino con hacerse rico".