lunes, 13 de mayo de 2013

Conejo en el Caribe


Conejo en el Caribe

Tengo a mi querido y entrañable Harry Conejo obsesionado con Cindy, la mujer de un amigo. Tiene casi cincuenta años, todavía se siente con vigor, lleva una vida holgada económicamente y ahora, junto con su esposa y otras dos parejas, se ha ido de vacaciones al Caribe. Desde que ha cogido el avión, e incluso antes, en una fiesta en la que acabó husmeando en la mesilla de noche de la habitación de matrimonio de los anfitriones y descubrió unas Polaroid con contenido sexual de lo más explícito, no puede quitársela de la cabeza. Se la imagina haciéndoselo en sucias posturas con el viejo y suertudo de Webb; se fija en las marcas que le dejan las cintas del bikini en la piel color caoba, en los reflejos del salitre cuando sale chorreante de las aguas caribeñas verdemar, en el triángulo de tela que le tapa la entrepierna abierta cuando se sienta al estilo Buda; le excita tremendamente su opinión, más bien recatada, respecto a algunos temas relacionados con la vida conyugal.

Él va disfrutando a su manera, siempre pasajera y circunstancial, de las vacaciones, pero en su mente no deja de imaginar cosas; cree intuir segundas intenciones en los acercamientos de ella, insinuaciones veladas en sus palabras. En una ocasión, aprovechando un momento en que se quedan a solas, ha estado a punto de lanzarse a besarla. En otra, en la playa, tras un pequeño accidente de navegación, sus piernas se entrecruzan febrilmente bajo las aguas verdosas y negras y él se siente extremadamente excitado. Y finalmente, una noche, estando los seis sentados a la mesa para la cena, a la pequeña Cindy se le ocurre comentar si han pensado que, en el pueblo, todos darán por sentado que han hecho intercambio de parejas.

Los anhelos no son suficientes, Conejo, no basta con desear, ni siquiera basta con atreverse. Hay que saber hacer las cosas. Y tú, o las haces a lo bruto o no las haces. Pero mira por dónde, mientras te lo estabas pensando ellas van y lo han decidido por ti. Así de sencillo. ¡Intercambio!

Es admirable la manera en que Updike resuelve la situación; la sutileza con que las opiniones de los diferentes miembros de la expedición se van conociendo sin que nadie demuestre un entusiasmo excesivo que pueda ofender a su pareja; el modo en que las creencias, los prejuicios y los deseos de los diferentes personajes se amoldan para encajar en una escena de semejante radicalidad sin que se levanten suspicacias en el lector; el don que posee para hacer que todo suceda de forma natural, calmada, como si no pudiese ser de otra manera; y, sin embargo, la enorme tensión que hay en todo momento.

Porque Updike hace literatura de lo cotidiano, arrollándonos con la crudeza y la fuerza de su realismo, pero sin olvidar que es novelista, y si quiere tensión sexual no buscará situaciones exageradas, sino que recurrirá a las fantasías con las que todo hombre o mujer ha soñado alguna vez; lo que a la postre, no deja de ser lo más efectivo.

El avión se detiene, van despacio, han aterrizado y una terminal baja de color rosa se perfila ante sus ojos mientras  se acercan los minibuses del 747. Empiezan a moverse, a sudar de repente, cogen sus abrigos invernales, buscan a tientas sus gafas de sol y se encaminan hacia las salidas. En lo alto de la escalera plateada que baja hasta el asfalto, el aire tropical, tan cálido, húmedo y clemente, compuesto enteramente de diminutos círculos, golpea el rostro de Conejo como si le echaran una ráfaga con un pulverizador; pero Ronnie Harrison estropea el instante diciéndole al oído, nítidamente:
-Jo, chico. Esto es mejor que una buena mamada.
Y, peor aún que la voz de Ronnie ensuciando el momento tan precioso y frágil del primer encuentro con un nuevo mundo, las mujeres ríen, dando a entender que han oído la gracia. Janice se ríe, la muy bobalicona. Y también la azafata, cuyo cuerpo resplandeciente se ha perlado de gotas con el calor, junto a la puerta donde está apostada diciendo adiós, adiós, sonrisas procaces.
La risa de Cindy se destaca infantil por encima de las otras y rápidamente dice, arrastrando la palabra: "Ronnie...". En medio del asco, Conejo se excita al recordar aquellas fotografías Polaroid guardadas en un cajón.

Conejo es rico, 1981. John Updike. 

 

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