Conejo en el Caribe

Él va disfrutando a su manera, siempre pasajera y circunstancial, de las
vacaciones, pero en su mente no deja de imaginar cosas; cree intuir segundas
intenciones en los acercamientos de ella, insinuaciones veladas en sus
palabras. En una ocasión, aprovechando un momento en que se quedan a solas, ha
estado a punto de lanzarse a besarla. En otra, en la playa, tras un pequeño
accidente de navegación, sus piernas se entrecruzan febrilmente bajo las aguas verdosas
y negras y él se siente extremadamente excitado. Y finalmente, una noche,
estando los seis sentados a la mesa para la cena, a la pequeña Cindy se le
ocurre comentar si han pensado que, en el pueblo, todos darán por sentado que
han hecho intercambio de parejas.
Los anhelos no son suficientes, Conejo, no basta con desear, ni siquiera
basta con atreverse. Hay que saber hacer las cosas. Y tú, o las haces a lo bruto
o no las haces. Pero mira por dónde, mientras te lo estabas pensando ellas van
y lo han decidido por ti. Así de sencillo. ¡Intercambio!
Es admirable la manera
en que Updike resuelve la situación; la sutileza con que las opiniones de los
diferentes miembros de la expedición se van conociendo sin que nadie demuestre
un entusiasmo excesivo que pueda ofender a su pareja; el modo en que las
creencias, los prejuicios y los deseos de los diferentes personajes se amoldan
para encajar en una escena de semejante radicalidad sin que se levanten
suspicacias en el lector; el don que posee para hacer que todo suceda de forma
natural, calmada, como si no pudiese ser de otra manera; y, sin embargo, la
enorme tensión que hay en todo momento.
Porque Updike hace literatura de lo cotidiano, arrollándonos con la crudeza
y la fuerza de su realismo, pero sin olvidar que es novelista, y si quiere
tensión sexual no buscará situaciones exageradas, sino que recurrirá a las
fantasías con las que todo hombre o mujer ha soñado alguna vez; lo que a la
postre, no deja de ser lo más efectivo.
El avión se detiene, van despacio, han aterrizado y una terminal baja de color rosa se perfila ante sus ojos mientras se acercan los minibuses del 747. Empiezan a moverse, a sudar de repente, cogen sus abrigos invernales, buscan a tientas sus gafas de sol y se encaminan hacia las salidas. En lo alto de la escalera plateada que baja hasta el asfalto, el aire tropical, tan cálido, húmedo y clemente, compuesto enteramente de diminutos círculos, golpea el rostro de Conejo como si le echaran una ráfaga con un pulverizador; pero Ronnie Harrison estropea el instante diciéndole al oído, nítidamente:
-Jo, chico. Esto es mejor que una buena mamada.
Y, peor aún que la voz de Ronnie ensuciando el momento tan precioso y frágil del primer encuentro con un nuevo mundo, las mujeres ríen, dando a entender que han oído la gracia. Janice se ríe, la muy bobalicona. Y también la azafata, cuyo cuerpo resplandeciente se ha perlado de gotas con el calor, junto a la puerta donde está apostada diciendo adiós, adiós, sonrisas procaces.
La risa de Cindy se destaca infantil por encima de las otras y rápidamente dice, arrastrando la palabra: "Ronnie...". En medio del asco, Conejo se excita al recordar aquellas fotografías Polaroid guardadas en un cajón.
Conejo es rico, 1981. John Updike.
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