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jueves, 3 de julio de 2014

¿Qué es la química, profesor Walter?


¿Qué es la química, profesor Walter?


Comienzo a ver Breaking Bad y en un par de capítulos descubro al protagonista perfecto. El hombre anodino, acomplejado, el profesorcillo de tres al cuarto que no tiene nada que decir en las conversaciones de hombres cuando salen a fumar en las fiestas, de pronto catapultado a la arena del circo, espada y escudo y ale, a batirse ahí con las fieras. Esos son lo héroes que me gustan, el Jean Valjean de Los miserables, el informático apocado de Las colinas tienen ojos, el William Wallace de Braveheart, tipos que estaban ahí de paso, que no querían molestar, hombrecillos que no buscaban bronca, pero a los que la bronca les va a ir a hurgar en los cojones.

Pese a sus reticencias al protagonismo, la personalidad de este tipo de personajes va mostrando sus aristas a medida que se enfrentan a los problemas. Poco a poco toman peso, seguridad, van sacando lo mejor de sí mismos y uno descubre un pozo mucho mas profundo de lo que esperaba.

De entre todas las aristas de Walter White elijo, por ahora, la de profesor de química. Walter será muchas cosas y seguramente a los guionistas de la serie lo que menos les importe es cómo se las apaña como profesor de instituto, para ellos es una forma más de introducir matices en el personaje, pero el tema me cae cercano, y me hace gracia, porque lo cierto es que posee unas buenas habilidades docentes.

Exploremos pues ese lado del poliédrico profesor Walter.

En el capítulo uno aparece ante una clase de adolescentes en una escena corta pero muy descriptiva.


Comienza explicando qué es la química. La define: Es la ciencia que estudia la materia. Los alumnos no parecen muy interesados. Después da su opinión personal sobre lo que es la química, completa la definición: Es la ciencia del cambio. Eso es lo importante, cómo cambian las cosas y cómo el cambio lo significa todo. El propio ciclo de la vida. Los ojos le brillan, se nota que ama la química, que le fascina lo que está contando. Los alumnos, sin embargo, siguen cabizbajos y bostezando. A continuación aporta un ejemplo práctico, enciende un mechero y pulveriza sustancias químicas que producen sendas llamas de colores. Acaba de ejemplarizar con un experimento lo que ha querido decir con sus palabras. Y mientras lo hace, sigue reforzando la idea del cambio, cómo los elementos se combinan para transformarse en esos colores tan vivos que han conseguido hacer levantar la cabeza a algunos de los chicos. La escena termina con una sonrisa espléndida de Walter, mientras dice: “Es realmente fascinante”.

Algunas cosas que hacen de Walter White un buen profesor son:

1. Es ortodoxo, pero como experto en la materia expresa su opinión y valora la importancia de las diferentes premisas. Así lo demuestra al definir la asignatura, se cierne a la doctrina: es la ciencia de la materia y el cambio, pero emite una opinión sobre esa definición, una opinión basada en su propio conocimiento y experiencia en el tema.

2. Es un entusiasta de la materia que imparte. No hay más que observarle hablar de ella, el respeto y la admiración que le tiene.

3. Domina la materia. Prueba de ello es la exactitud con que describe los procesos químicos que se están dando mientras realiza el experimento con el fuego: niveles energéticos, enlaces moleculares etc...

4. Utiliza ejemplos prácticos y vistosos.

Todo eso en apenas cincuenta segundos merced a los estupendos guionistas de la serie. Seguiremos viéndola, aunque no será solo por aprender química.

miércoles, 4 de junio de 2014

Kant Reloaded


Kant Reloaded

Se le veía a Immanuel de lo más agradecido a sus mandamases en ese fabuloso y hoy en día tan necesario artículo titulado ¿Qué es la ilustración? Lo leyó uno por allá su adolescencia de instituto y de entre las categorías y demás exóticas comidas de olla que se les ocurrían a los filósofos se queda con esta reflexión de madurez, y luego con lo de la caverna de Platón y con lo del empirismo de Hobbes, que también tenían su gracia.

Decía Immanuel en ¿Qué es la ilustración? que una sociedad ilustrada es aquella en la que sus miembros han alcanzado la mayoría de edad; no en el sentido cronológico, sino en el de la autonomía, estableciendo un paralelismo entre la vida de la persona, que pasa de la niñez a la madurez cuando alcanza su mayoría de edad -y es entonces cuando se le supone el juicio, la capacidad de decisión, y la responsabilidad de sus actos-, y la de la sociedad, que puede encontrarse o no en su mayoría de edad, es decir, en ese momento en que es dueña y responsable de su destino.

Aseguraba también, y se le nota cierta tímida esperanza en sus palabras, que un hombre tiende de forma natural a madurar, y lo mismo una sociedad, que tiende de modo natural a ilustrarse. Sin embargo, identifica dos enemigos firmes a esta evolución: por un lado la vagancia, o la cobardía del individuo para tomar las riendas de su propio raciocinio, y por otro el poder de los líderes o gobernantes, que no siempre estimulan ese crecimiento en sus pueblos. Algo así como le pasa a un adolescente que empieza a dejar de serlo, que debe asumir el hecho de la madurez, tomar el control de sus decisiones, no relajarse en los placeres de la dependencia, y esperar que sus padres no le pongan muchas trabas para que la transición se complete.

En eso Immanuel estaba de lo más contento con su Federico II,  un gobernante ilustrado que comprendía que el camino correcto pasaba por ceder derechos y obligaciones al pueblo, y no limitarle con leyes que lo aniñaran. Según Kant, no vivían aún en una época ilustrada, pues faltaba mucho por hacer, pero al menos vivían en una época de ilustración, es decir, que estaban avanzando en la buena dirección.

Se pregunta uno qué opinaría el ínclito filósofo acerca de nuestra época, de las actuaciones de los gobernantes y de los gobernados, y le da la impresión de que pensaría que ambos nos hemos estancado un poco, los primeros por tratar a sus ciudadanos como a peleles, y hacerlo a conciencia, y los segundos por dejarnos guiar por los senderos de la alta política sin levantar la cabeza, con la placidez del adolescente que no se pregunta quién hace frente a las facturas ni de dónde sale el dinero de la paga semanal.

El caso es que ya no queda paga, y los viejos se empeñan en seguir haciendo de tutores y, claro, la autoridad se resiente y se les pierde el respeto con la chequera vacía. Pero ¿acaso esa falta de respeto no indica una voluntad de asumir el mando, esto es, de madurar? Apártate, que yo también puedo, que yo puedo hacerlo mejor. Eso es lo que empiezan a decir algunos, tal vez asumiendo su parte del trato (y del error), ese sapere aude  (ten valentía para hacer uso de tu propio entendimiento) que señala el camino de la ilustración.

La otra parte del trato corre del lado del gobernante, que, según Kant, para dirigir a su pueblo hacia la mayoría de edad debería asegurar el derecho a la expresión pública de la opinión individual. No parecen estar muy por la labor en esto los nuestros, pues las leyes actuales, y las que vienen, más bien constriñen ese derecho. Un profesor no puede dar su opinión sobre asuntos internos del colegio sin miedo a ser expedientado, parece que no quieran pancartas con eslóganes en las calles, que nos juntemos a charlar en corrillos en plazas, ni siquiera es conveniente preguntar a la gente qué opina más allá de una vez cada cuatro años. Así que ¿época ilustrada, de ilustración o más bien conviene resetear y volver a cargar el programa?

domingo, 25 de mayo de 2014

Las fuerzas de la naturaleza

Las fuerzas de la naturaleza

Parece que lo busquen a uno estas disquisiciones sobre la naturaleza del fenómeno eléctrico. Lee libros y qué demonios, cuando le toca el turno a la maravillosa literatura del XIX se da cuenta de que resulta que lo raro, lo fantástico, lo desconocido, en fin, en aquella época, era la electricidad. Así que es de esperar que los temas de conversación de los personajes de aquellas novelas se fuesen por esos derroteros. Había ya señores obteniendo patentes cuando los personajes que pululan por las páginas de Anna Karénina andaban enfrascados en pasiones y adulterios.

Transcribo aquí una conversación de salón de la citada novela sobre las fuerzas de la naturaleza cuya actualidad nos pone los pelos de punta, y no por efecto de la electricidad estática, sino porque da la impresión de que en los últimos ciento cincuenta años hemos aprendido más bien poco acerca de la importancia que tiene ese pilar fundamental del Método Científico que es la reproducibilidad del experimento, es decir, la posibilidad de repetirlo en cualquier lugar y por cualquier persona, y que proporcione los mismo resultados.

O tal vez es que efectivamente existen esas fuerzas espirituales de las que habla el conde Vronski, y que lo que mueven no son solo las mesas y las güijas, sino también las creencias humanas, colocándonos ad infinitum a unos del lado de Descartes, y a otros del de Sandro Rey, y nada haya que se pueda hacer por evitarlo.

Cuando se habló de mesas que daban vueltas y de espíritus que daban golpes en los muebles, la condesa, que creía en el espiritismo, contó los prodigios que había presenciado.
-Quiero ver eso, condesa –manifestó Vronski, sonriendo-. Ando buscando lo extraordinario y nunca lo encuentro.
-Tenemos una sesión el sábado que viene –anunció la condesa-. Y usted, Konstantin Dmítrich, ¿cree en el espiritismo?
-¿Por qué me lo pregunta? Ya sabe lo que voy a contestar.
-Quisiera conocer su opinión.
-Pues mi opinión es que esas mesas que dan vueltas demuestran sencillamente que nuestra pretendida buena sociedad es tan ignorante y supersticiosa como nuestros aldeanos. Ellos creen en el mal de ojo, en brujerías y hechizos. Nosotros…
-¿Usted no cree en eso?
-No puedo creer, condesa.
-Le digo que lo han visto estos ojos.
-Las aldeanas le dirán que ven fantasmas.
-Entonces supone que no digo la verdad –insinuó la condesa, con risa fingida.
-No, Masha –dijo entonces Kiti, ruborizándose por Levin-. Konstantin Dmítrich quiere decir que no cree en el espiritismo.
Levin se dio cuenta del estado de ánimo de Kiti, e iba a dar un réplica más áspera cuando Vronski, sonriente, impidió que se enconara la conversación.
-¿No admite usted la posibilidad? –preguntó el oficial-. ¿Por qué no? Admitimos la existencia de la electricidad, a pesar de no conocer su naturaleza. ¿Por qué no ha de haber una fuerza desconocida todavía que…?
-Cuando se descubrió la electricidad –atajó Lievin-, sólo se vio un fenómeno sin conocer la causa ni los efectos del mismo, y pasaron siglos sin que se pensara en emplearla. Los espiritistas, por el contrario, han empezado por hacer que las mesas escriban y por evocar los espíritus, y sólo mucho tiempo después han afirmado que existe una fuerza desconocida.
Vronski escuchaba con su habitual atención, y parecía que le interesaba mucho lo que exponía Lievin.
-Pero los espiritistas –prosiguió éste- dicen: “No sabemos aún lo que es esa fuerza, pero se ha demostrado que existe y obra en tales y cuales circunstancias. Los sabios son los que han de descubrir en qué consiste. ¡y por qué no ha de existir una fuerza nueva, puesto que…?
-Porque siempre que se frota un trozo de ámbar con un paño de lana se verifica un fenómeno previsto, y, por el contrario, los fenómenos espiritistas no siempre se producen, y por lo tanto, no pueden ser atribuidos a una fuerza de la Naturaleza.
Anna Karénina, 1869. León Tolstói. 

jueves, 17 de abril de 2014

Todo un personaje


Todo un personaje

Todo el mundo tiene un amigo incorregible. Un amigo tan suyo, con un carácter tan peculiar y además tan cabezota, que después de unos años levantas las manos y te dices: venga, va, que siga siendo como es, desisto, no tiene remedio.

De eso va Stoner, de Stoner, un tipo del que mi amigo A. diría, con un gesto despectivo en el labio superior, que es "todo un personaje”. En el sentido más peyorativo y más cariñoso posible del término. Buscamos que los personajes de nuestros libros parezcan de carne y hueso, y luego resulta que hay tipos por ahí sueltos que parecen sacados de un libro.

Lees Stoner y al principio te enfurruña la actitud del personaje principal. Quieres cambiarlo. Quieres decirle al oído al narrador que le haga actuar de un determinado modo, que deje de hacer el idiota, que reaccione, ¡que explote, coño! Le están tomando el pelo y tú lo ves y lo mismo que mil veces has aconsejado a tu amigo el incorregible te gustaría advertir ahora a este. Tío, levanta la barbilla, mira un poco más allá, toma las riendas, hazte fuerte frente a tus enemigos… Pero no… él es así, un panoli curioso, un tipo al que, a medida que pasas las páginas, le coges cariño, una persona ante la que, al final, por esa especie de elevada virtud que posee la constancia, te quitas el sombrero. Y así llega un momento en que ya te dedicas a verle pasar, a sonreír cuando le ves hacer de las suyas, siempre predeciblemente, claro, y a esperar a que le llegue su hora sin que se haya salido ni una sola vez del tiesto.

Stoner, el amigo querido al que renunciaste, aquí mostrado con precisión de cirujano cardiovascular.

Contaba Raymond Carver que el libro de cada buen escritor representa una visión en consonancia con su propia esencia. Así pues, este es el libro que escribiría el más terco de tus amigos, si además tuviese talento.

Pero ante William Stoner el futuro era brillante, cierto e inalterable. Lo veía, no como un flujo de eventos, cambio y potencialidad, sino como un territorio que se extendía ante él a la espera de ser explorado. Lo comparaba con la gran biblioteca de la universidad, a la que podían adosarse nuevas galerías, añadirse libros nuevos y retirarse los viejos, sin que su genuina naturaleza se alterase nunca en lo esencial.
Veía su futuro en la institución con la que se había comprometido y a la que tan imperfectamente había comprendido. No se concebía a sí mismo cambiando en ese futuro, pero veía el futuro mismo como el instrumento de ese cambio más que como su objeto.
Stoner, 1965. John Williams.

miércoles, 9 de abril de 2014

Asombro


Asombro

Dudo que exista herramienta docente más efectiva que el asombro. Puedes planear y organizar las clases, utilizar casos prácticos, trasparencias y gráficos de colores, fotos, videos, argumentar o articular un lenguaje incisivo y directo, claro, ágil, coloquial o redicho según interese, lo que quieras… al final, solo son palabras y luces, fuegos de artificio. El día que un rayo encendió el tronco de un árbol los homínidos de turno sí que se quedaron boquiabiertos y asombrados, en ese momento desapareció la palabra distracción de su vocabulario y seguramente fue lo que nos hizo dar el pequeño paso que nos convirtió en sapiens. Primero se les cayó la mandíbula y luego se preguntaron, ¿por qué?

Ayer hicimos una bombilla con una mina de lápiz en clase. Algo nos debe quedar de ese instinto de nuestros antepasados que nos ha traído hasta donde estamos hoy, al menos el asombro, que arrastra tras de sí la curiosidad, por más que estemos imbuidos en un mundo sobrecargado de estímulos, porque al encenderse la mina los estudiantes abrieron la boca con la misma perplejidad que aquellos hombres-mono, algunos soltaron un taco, ¡ostia!, y otros me preguntaron por qué pasaba aquello casi a bocajarro, ¿por qué? Querían saber. Maldita sea, ¿por qué?

Eso sí, antes que nada sacaron sus smartphones, grabaron los hechos y los compartieron en sus respectivos muros, que tampoco es cuestión de tener que ir por ahí luego pintando en las paredes de las cuevas