miércoles, 20 de noviembre de 2013

Pedagogía extrema



Pedagogía extrema



Tal vez el castigo sea una herramienta pedagógica que haya dado sus frutos. La letra con sangre entra, se decía, y todavía hay quien lo defiende. Lo que es un hecho es que si el castigo destruye al aprendiz, poco habremos avanzado.

En una sombrerería de una popular calle madrileña, nos contaba su propietario la desventura de uno de sus proveedores.  El hombre, mayor ya, trabajaba la piel de manera artesana. La seleccionaba para hacer fundas para puros o plumas, más tarde bolígrafos, forros de licoreras, cubiletes en los que no sonaban los dados al ser agitados, tarjeteros, esas cosas… Cortaba la piel, la rebajaba, la humedecía con sabe Dios qué productos químicos, la tensaba sobre un soporte de madera y dejaba que fuera secando durante un mes, en que día a día le aplicaba, con un hueso de ballena, un perfil de fuerza para que tomara la forma deseada.

Suministraba a cuatro tiendas en Madrid, y con eso tiraban él, su mujer y un niño que se había ahijado al quedar éste huérfano, y cojo, por una bomba de la guerra.

Pero llegaron los tiempos de la pedagogía moderna y tres inspectores le explicaron que había cosas que no estaba haciendo bien: Para usar esos pegamentos tiene usted que tener un sistema de ventilación adecuado, al chico, ya un hombre hecho, con malas pulgas, debe darle de alta, etc… Le vamos a aplicar un castigo para que aprenda.

Pero el castigo, la multa, fue desproporcionada y el peletero tuvo que cerrar. Del cojo, nuestro confidente, no nos dijo por dónde anda.

Muchos maestros han desaparecido por falta de pedagogía, por no saber mesurarse el castigo: gente que hacía motocicletas que ganaban campeonatos del mundo se fueron a sus casas a ver la tele porque perdían dinero levantándose para ir a trabajar cada día; orfebres cuyos trabajos eran auténticas piezas de museo echaron la persiana; labradores que cultivaban frutas y verduras cuyo sabor hoy día es sólo un recuerdo muy lejano, inexistente para las nuevas generaciones, contemplan el despropósito de la economía especulativa como quien ve pasar un elefante que arrasa con todo.

Luego, resulta que todo eso lo necesitamos: comida, objetos que nos hagan la vida más fácil, máquinas, y vamos a clase para aprender a conseguírnoslo y nos sentamos en el pupitre y esperamos… pero el maestro no llega.

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