lunes, 21 de enero de 2013

¿Y Bouvard?, Pécuchet


¿Y Bouvard?, Pécuchet


Durante mucho tiempo pensé que la mejor novela que había leído en mi vida era La educación sentimental, historia con tintes autobiográficos escrita por ese autor francés que es una de las cuatro o cinco razones por las que uno admira a los vecinos de arriba. Me parecía muy superior a su mucho más popular Madame Bovary, que ya es decir. Quede claro ya desde el principio que para mí, Flaubert es a la literatura como Kenia al atletismo de fondo, es decir, que siempre hay como mínimo dos de sus novelas en el podio de las mejores.

Unos años después leí su última e inacabada obra, la deliciosa, tierna y cercana Bouvard y Pécuchet y tuve la impresión de que esa última bala de Flaubert, disparada cuando ya estaba de vuelta física y anímicamente de este mundo, se quedaba sin fuelle para alcanzar la altura de las elevadas cimas de sus obras anteriores, por más que él estuviese convencido de que era su obra maestra.

Sin embargo, poco a poco, con los años, Bouvard y Pécuchet me ha ido convenciendo, a base de relecturas, de dos cosas. Una, que seguramente es la mejor novela de todos los tiempos*; y dos, que si uno se quiere dedicar a escribir, debe estar leyéndola constantemente. Y me explico.

Hace unos días, en Diario Kafka, Juan Mal-herido defendía en un artículo titulado “Ser escritor sin haber leído a Lolita” que se puede escribir bien sin leer, no a Nabokov, ¡sino a nadie!, que el escritor solo se necesita a sí mismo y a su obra en marcha. Estoy de acuerdo con Juan en que leer no es una condición necesaria para escribir bien, pero pongo un pero. A Flaubert, al maestro, es obligatorio leerlo. Simplemente porque uno necesita alguien con quien compararse, una referencia, una unidad de medida para saber el grado de ridiculez de sus propios escritos. Y dados a elegir una unidad de medida, un metro de platino iridiado, lo mejor es escoger a Flaubert. Al fin y al cabo, tipos como Chéjov, Proust, Joyce, Faulkner o Vargas-Llosa lo hicieron.

Hablaremos más detenidamente de Flaubert en futuras entradas de este Blog para centrarme aquí en justificar la primera de mis atrevidas afirmaciones, la de por qué creo que es seguramente la mejor novela de todos los tiempos. En mi opinión, las novelas poseen diferentes niveles de profundidad. El más elevado sería la idea abstracta, el concepto fundamental sobre el que trata la historia, y debería de responder a la pregunta ¿qué se pretende mostrar con esta novela?; un nivel por debajo estaría la trama, que es la historia que va a hacer surgir en el lector la comprensión de esa idea fundamental, y debería responder a la pregunta clásica ¿de qué va la novela?; la siguiente estructura la constituye las diferentes escenas que el autor elige para desarrollar esa trama, es decir, qué va a contar (y qué no) de todo lo que él sabe que sucede en su historia; y finalmente, por debajo de las escenas, están las sentencias y las palabras, el nivel más básico, los cimientos; es decir, que todo eso que les he contado es muy bonito pero que al final hay que apoyar la punta del lápiz sobre el papel y hay que ir apuntando una palabra detrás de la otra. Y es ahí donde Flaubert domina el juego no solo con talento, sino con algo mucho mejor, con esfuerzo. No hay frase que no esté ajustada, no hay palabra imprecisa, no hay alusión, sobreentendido, cadencia, progresión, recuerdo que no esté calculado y sabia y talentosamente escrito. La forma, Flaubert lo inventó, puede sustentar una obra.

Pero es que Bouvard y Pécuchet, además, nos habla sobre un concepto sublime, lo que, junto a los poderosos cimientos de la forma Flaubertiana, la encumbran a lo más alto del podio novelístico. Para mí, Bouvard y Pécuchet trata de la futilidad de la vida, o más bien de lo que uno decida hacer en su vida. Para ello, Gustave escoge a dos señores, les da dinero suficiente para no tener que trabajar y los dota de las inquietudes y la estupidez suficiente como para dedicarse a ir probando diferentes ocupaciones hasta agotarlas, hasta mostrar que todo tiene un límite, o que nada es interesante más allá de un determinado punto.

*Estoy leyendo El Quijote y es muy posible que mi opinión cambie en unos meses. En cualquier caso, es llamativo que en ambos libros los protagonistas sean un par de bichos raros que se lanzan a enfrentar el Mundo. 


[Observando la figura al pastel de una dama vestida a la moda Luis XV...]
La viuda reprobó, por inconveniente, el escote de la dama de peluca empolvada.
¿Qué tiene de malo? –replicó Bouvard. Cuando se posee algo bello...
Y añadió, más bajo:
Como usted, estoy seguro.
El notario estaba de espaldas, estudiando el árbol genealógico de la familia Croixmare. Ella no respondió, pero jugueteaba con la larga cadena del reloj. Su pecho combaba el tafetán negro del corpiño; y entrecerrando las pestañas, bajaba el mentón pavoneándose como una tórtola; preguntó luego con expresión ingenua:
¿Cómo se llamaba esta señora?
No se sabe; era una favorita del regente, el que dio tantos escándalos.
Es conocido. Las memorias de la época...
Y el notario, sin terminar la frase, deploró ese ejemplo de un príncipe arrastrado por sus pasiones.
¡Pero si ustedes son todos iguales!
Los dos hombres protestaron y siguió un diálogo sobre las mujeres, sobre el amor. Marescot afirmó que existen muchas uniones dichosas. A veces, sin sospecharlo siquiera, uno tiene cerca lo necesario para su felicidad. La alusión era directa. Las mejillas de la viuda se sonrojaron, pero reponiéndose enseguida dijo:
Ya hemos pasado las edades de las locuras, ¿no es cierto, Monsieur Bouvard?
¡Oh, no seré yo quien lo diga!
Y le ofreció el brazo para pasar a la otra habitación.

Bouvard y Pécuchet, 1881. Gustave Flaubert.

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