¿Y Bouvard?, Pécuchet

Unos años después leí
su última e inacabada obra, la deliciosa, tierna y cercana Bouvard y Pécuchet y tuve la impresión de que esa última bala de Flaubert,
disparada cuando ya estaba de vuelta física y anímicamente de este mundo, se
quedaba sin fuelle para alcanzar la altura de las elevadas cimas de sus obras
anteriores, por más que él estuviese convencido de que era su obra maestra.
Sin
embargo, poco a poco, con los años, Bouvard y Pécuchet me ha ido convenciendo,
a base de relecturas, de dos cosas. Una, que seguramente es la mejor novela de
todos los tiempos*; y dos, que si uno se quiere dedicar a escribir, debe estar
leyéndola constantemente. Y me explico.
Hace unos días, en Diario Kafka, Juan Mal-herido
defendía en un artículo titulado “Ser escritor sin haber leído a Lolita” que se
puede escribir bien sin leer, no a Nabokov, ¡sino a nadie!, que el escritor
solo se necesita a sí mismo y a su obra en marcha. Estoy de acuerdo con Juan en
que leer no es una condición necesaria para escribir bien, pero pongo un pero.
A Flaubert, al maestro, es obligatorio leerlo. Simplemente porque uno necesita
alguien con quien compararse, una referencia, una unidad de medida para saber
el grado de ridiculez de sus propios escritos. Y dados a elegir una unidad de
medida, un metro de platino iridiado, lo mejor es escoger a Flaubert. Al fin y
al cabo, tipos como Chéjov, Proust, Joyce, Faulkner o Vargas-Llosa lo hicieron.
Hablaremos más detenidamente de Flaubert en futuras entradas de este Blog para centrarme aquí en
justificar la primera de mis atrevidas afirmaciones, la de por qué creo que es
seguramente la mejor novela de todos los tiempos. En mi opinión, las novelas poseen
diferentes niveles de profundidad. El más elevado sería la idea abstracta, el
concepto fundamental sobre el que trata la historia, y debería de responder a la pregunta
¿qué se pretende mostrar con esta novela?; un nivel por debajo estaría la
trama, que es la historia que va a hacer surgir en el lector la comprensión de
esa idea fundamental, y debería responder a la pregunta clásica ¿de qué va la
novela?; la siguiente estructura la constituye las diferentes escenas que el
autor elige para desarrollar esa trama, es decir, qué va a contar (y qué no) de
todo lo que él sabe que sucede en su historia; y finalmente, por debajo de las
escenas, están las sentencias y las palabras, el nivel más básico, los
cimientos; es decir, que todo eso que les he contado es muy bonito pero que al
final hay que apoyar la punta del lápiz sobre el papel y hay que ir apuntando
una palabra detrás de la otra. Y es ahí donde Flaubert domina el juego no solo
con talento, sino con algo mucho mejor, con esfuerzo. No hay frase que no esté
ajustada, no hay palabra imprecisa, no hay alusión, sobreentendido, cadencia,
progresión, recuerdo que no esté calculado y sabia y talentosamente escrito. La
forma, Flaubert lo inventó, puede sustentar una obra.
Pero es que Bouvard y Pécuchet,
además, nos habla sobre un concepto sublime, lo que, junto a los poderosos
cimientos de la forma Flaubertiana, la encumbran a lo más alto del podio novelístico. Para mí, Bouvard y Pécuchet trata de la futilidad de la vida, o más
bien de lo que uno decida hacer en su vida. Para ello, Gustave escoge a dos
señores, les da dinero suficiente para no tener que trabajar y los dota de las
inquietudes y la estupidez suficiente como para dedicarse a ir probando diferentes
ocupaciones hasta agotarlas, hasta mostrar que todo tiene un límite, o que
nada es interesante más allá de un determinado punto.
*Estoy leyendo El Quijote y es muy posible que mi opinión cambie en unos meses. En cualquier caso, es llamativo que en ambos libros los protagonistas sean un par de bichos raros que se lanzan a enfrentar el Mundo.
[Observando la figura al pastel de una dama vestida a la moda Luis XV...]
La viuda reprobó, por inconveniente, el escote de la dama de peluca empolvada.
La viuda reprobó, por inconveniente, el escote de la dama de peluca empolvada.
–¿Qué tiene de malo? –replicó Bouvard–. Cuando se posee algo
bello...
Y añadió, más bajo:
–Como usted, estoy seguro.
El notario estaba de
espaldas, estudiando el árbol genealógico de la familia Croixmare. Ella no
respondió, pero jugueteaba con la larga cadena del reloj. Su pecho combaba el
tafetán negro del corpiño; y entrecerrando las pestañas, bajaba el mentón
pavoneándose como una tórtola; preguntó luego con expresión ingenua:
–¿Cómo se
llamaba esta señora?
–No se sabe; era una favorita del regente, el que dio
tantos escándalos.
–Es conocido. Las memorias de la época...
Y el notario, sin
terminar la frase, deploró ese ejemplo de un príncipe arrastrado por sus
pasiones.
–¡Pero si ustedes son todos iguales!
Los dos hombres
protestaron y siguió un diálogo sobre las mujeres, sobre el amor. Marescot
afirmó que existen muchas uniones dichosas. A veces, sin sospecharlo siquiera,
uno tiene cerca lo necesario para su felicidad. La alusión era directa. Las
mejillas de la viuda se sonrojaron, pero reponiéndose enseguida dijo:
–Ya hemos
pasado las edades de las locuras, ¿no es cierto, Monsieur Bouvard?
–¡Oh, no
seré yo quien lo diga!
Y le ofreció el brazo para pasar a la otra habitación.
Bouvard y Pécuchet, 1881. Gustave Flaubert.
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