martes, 27 de mayo de 2014

MP 172


Monstruos perfectos
-172-
Brooke decidió no contarle a su mujer lo que había hecho. En el pasado ella sabía todo lo que se relacionaba con él y a Brooke le complacía ser el hombre que ella pensaba que era. Ahora era diferente de lo que ella creía y siendo sincero le haría daño. Brooke consideraba que no tenía derecho a herirla. Tendría que fingir que todo era como siempre. Se lo debía. Le parecía una hipocresía, pero no veía mejor forma de resolver el asunto.
Cazadores en la nieve, 1981. Tobias Wolff.

domingo, 25 de mayo de 2014

Las fuerzas de la naturaleza

Las fuerzas de la naturaleza

Parece que lo busquen a uno estas disquisiciones sobre la naturaleza del fenómeno eléctrico. Lee libros y qué demonios, cuando le toca el turno a la maravillosa literatura del XIX se da cuenta de que resulta que lo raro, lo fantástico, lo desconocido, en fin, en aquella época, era la electricidad. Así que es de esperar que los temas de conversación de los personajes de aquellas novelas se fuesen por esos derroteros. Había ya señores obteniendo patentes cuando los personajes que pululan por las páginas de Anna Karénina andaban enfrascados en pasiones y adulterios.

Transcribo aquí una conversación de salón de la citada novela sobre las fuerzas de la naturaleza cuya actualidad nos pone los pelos de punta, y no por efecto de la electricidad estática, sino porque da la impresión de que en los últimos ciento cincuenta años hemos aprendido más bien poco acerca de la importancia que tiene ese pilar fundamental del Método Científico que es la reproducibilidad del experimento, es decir, la posibilidad de repetirlo en cualquier lugar y por cualquier persona, y que proporcione los mismo resultados.

O tal vez es que efectivamente existen esas fuerzas espirituales de las que habla el conde Vronski, y que lo que mueven no son solo las mesas y las güijas, sino también las creencias humanas, colocándonos ad infinitum a unos del lado de Descartes, y a otros del de Sandro Rey, y nada haya que se pueda hacer por evitarlo.

Cuando se habló de mesas que daban vueltas y de espíritus que daban golpes en los muebles, la condesa, que creía en el espiritismo, contó los prodigios que había presenciado.
-Quiero ver eso, condesa –manifestó Vronski, sonriendo-. Ando buscando lo extraordinario y nunca lo encuentro.
-Tenemos una sesión el sábado que viene –anunció la condesa-. Y usted, Konstantin Dmítrich, ¿cree en el espiritismo?
-¿Por qué me lo pregunta? Ya sabe lo que voy a contestar.
-Quisiera conocer su opinión.
-Pues mi opinión es que esas mesas que dan vueltas demuestran sencillamente que nuestra pretendida buena sociedad es tan ignorante y supersticiosa como nuestros aldeanos. Ellos creen en el mal de ojo, en brujerías y hechizos. Nosotros…
-¿Usted no cree en eso?
-No puedo creer, condesa.
-Le digo que lo han visto estos ojos.
-Las aldeanas le dirán que ven fantasmas.
-Entonces supone que no digo la verdad –insinuó la condesa, con risa fingida.
-No, Masha –dijo entonces Kiti, ruborizándose por Levin-. Konstantin Dmítrich quiere decir que no cree en el espiritismo.
Levin se dio cuenta del estado de ánimo de Kiti, e iba a dar un réplica más áspera cuando Vronski, sonriente, impidió que se enconara la conversación.
-¿No admite usted la posibilidad? –preguntó el oficial-. ¿Por qué no? Admitimos la existencia de la electricidad, a pesar de no conocer su naturaleza. ¿Por qué no ha de haber una fuerza desconocida todavía que…?
-Cuando se descubrió la electricidad –atajó Lievin-, sólo se vio un fenómeno sin conocer la causa ni los efectos del mismo, y pasaron siglos sin que se pensara en emplearla. Los espiritistas, por el contrario, han empezado por hacer que las mesas escriban y por evocar los espíritus, y sólo mucho tiempo después han afirmado que existe una fuerza desconocida.
Vronski escuchaba con su habitual atención, y parecía que le interesaba mucho lo que exponía Lievin.
-Pero los espiritistas –prosiguió éste- dicen: “No sabemos aún lo que es esa fuerza, pero se ha demostrado que existe y obra en tales y cuales circunstancias. Los sabios son los que han de descubrir en qué consiste. ¡y por qué no ha de existir una fuerza nueva, puesto que…?
-Porque siempre que se frota un trozo de ámbar con un paño de lana se verifica un fenómeno previsto, y, por el contrario, los fenómenos espiritistas no siempre se producen, y por lo tanto, no pueden ser atribuidos a una fuerza de la Naturaleza.
Anna Karénina, 1869. León Tolstói. 

sábado, 26 de abril de 2014

MP 171


Monstruos perfectos
-171-
Los placeres de que había esperado gozar no llegaban; y cuando hubo agotado un gabinete de lectura, recorrido las colecciones del Louvre y asistido varias veces a los espectáculos, cayó en una ociosidad sin fondo.
La educación sentimental, 1869. Gustave Flaubert.

miércoles, 23 de abril de 2014

MP 170


Monstruos perfectos
-170-
Para dar a comprender cuán vehemente era su deseo, basta decir que osaba contrariar, aunque evitando toda disputa, la firme voluntad de Doña Francisca; y debo advertir, para que se tenga idea de la obstinación de mi amo, que éste no tenía miedo a los ingleses, ni a los franceses, ni a los argelinos, ni a los salvajes del estrecho de Magallanes, ni al mar irritado, ni a los monstruos acuáticos, ni a la ruidosa tempestad, ni al cielo, ni a la tierra: no tenía miedo a cosa alguna creada por Dios, más que a su bendita mujer.
Trafalgar, 1873. Benito Pérez Galdós.

martes, 22 de abril de 2014

MP 169


Monstruos perfectos
-169-
La ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Esa minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!: he aquí el lema de la ilustración.
 ¿Qué es la ilustración?, 1784. Inmanuel Kant.

jueves, 17 de abril de 2014

Todo un personaje


Todo un personaje

Todo el mundo tiene un amigo incorregible. Un amigo tan suyo, con un carácter tan peculiar y además tan cabezota, que después de unos años levantas las manos y te dices: venga, va, que siga siendo como es, desisto, no tiene remedio.

De eso va Stoner, de Stoner, un tipo del que mi amigo A. diría, con un gesto despectivo en el labio superior, que es "todo un personaje”. En el sentido más peyorativo y más cariñoso posible del término. Buscamos que los personajes de nuestros libros parezcan de carne y hueso, y luego resulta que hay tipos por ahí sueltos que parecen sacados de un libro.

Lees Stoner y al principio te enfurruña la actitud del personaje principal. Quieres cambiarlo. Quieres decirle al oído al narrador que le haga actuar de un determinado modo, que deje de hacer el idiota, que reaccione, ¡que explote, coño! Le están tomando el pelo y tú lo ves y lo mismo que mil veces has aconsejado a tu amigo el incorregible te gustaría advertir ahora a este. Tío, levanta la barbilla, mira un poco más allá, toma las riendas, hazte fuerte frente a tus enemigos… Pero no… él es así, un panoli curioso, un tipo al que, a medida que pasas las páginas, le coges cariño, una persona ante la que, al final, por esa especie de elevada virtud que posee la constancia, te quitas el sombrero. Y así llega un momento en que ya te dedicas a verle pasar, a sonreír cuando le ves hacer de las suyas, siempre predeciblemente, claro, y a esperar a que le llegue su hora sin que se haya salido ni una sola vez del tiesto.

Stoner, el amigo querido al que renunciaste, aquí mostrado con precisión de cirujano cardiovascular.

Contaba Raymond Carver que el libro de cada buen escritor representa una visión en consonancia con su propia esencia. Así pues, este es el libro que escribiría el más terco de tus amigos, si además tuviese talento.

Pero ante William Stoner el futuro era brillante, cierto e inalterable. Lo veía, no como un flujo de eventos, cambio y potencialidad, sino como un territorio que se extendía ante él a la espera de ser explorado. Lo comparaba con la gran biblioteca de la universidad, a la que podían adosarse nuevas galerías, añadirse libros nuevos y retirarse los viejos, sin que su genuina naturaleza se alterase nunca en lo esencial.
Veía su futuro en la institución con la que se había comprometido y a la que tan imperfectamente había comprendido. No se concebía a sí mismo cambiando en ese futuro, pero veía el futuro mismo como el instrumento de ese cambio más que como su objeto.
Stoner, 1965. John Williams.

viernes, 11 de abril de 2014

MP 168


Monstruos perfectos
-168-
Vivimos dentro de la atención ajena. Nos volvemos hacia ella como flores hacia el sol.
Años luz, 1975. James Salter.

miércoles, 9 de abril de 2014

Asombro


Asombro

Dudo que exista herramienta docente más efectiva que el asombro. Puedes planear y organizar las clases, utilizar casos prácticos, trasparencias y gráficos de colores, fotos, videos, argumentar o articular un lenguaje incisivo y directo, claro, ágil, coloquial o redicho según interese, lo que quieras… al final, solo son palabras y luces, fuegos de artificio. El día que un rayo encendió el tronco de un árbol los homínidos de turno sí que se quedaron boquiabiertos y asombrados, en ese momento desapareció la palabra distracción de su vocabulario y seguramente fue lo que nos hizo dar el pequeño paso que nos convirtió en sapiens. Primero se les cayó la mandíbula y luego se preguntaron, ¿por qué?

Ayer hicimos una bombilla con una mina de lápiz en clase. Algo nos debe quedar de ese instinto de nuestros antepasados que nos ha traído hasta donde estamos hoy, al menos el asombro, que arrastra tras de sí la curiosidad, por más que estemos imbuidos en un mundo sobrecargado de estímulos, porque al encenderse la mina los estudiantes abrieron la boca con la misma perplejidad que aquellos hombres-mono, algunos soltaron un taco, ¡ostia!, y otros me preguntaron por qué pasaba aquello casi a bocajarro, ¿por qué? Querían saber. Maldita sea, ¿por qué?

Eso sí, antes que nada sacaron sus smartphones, grabaron los hechos y los compartieron en sus respectivos muros, que tampoco es cuestión de tener que ir por ahí luego pintando en las paredes de las cuevas

martes, 8 de abril de 2014

MP 167



Monstruos perfectos
-167-
La recompensa era ciertamente alta; pero sólo se obtendría acertando el justo medio entre la precipitación y la cautela. Estaría muy bien dar un salto y confiar en la Providencia; la Providencia estaba muy especialmente del lado de la gente inteligente, y la gente inteligente tenía justa fama por su escasa disposición a jugarse el físico.
Washington Square, 1881. Henry James.

lunes, 7 de abril de 2014

MP 166


Monstruos perfectos
-166-
La vida desprecia el conocimiento; le obliga a esperar sentado en la antesala, a esperar fuera. Pasión, energía, mentiras: eso es lo que la vida admira.
Años luz, 1975. James Salter.

miércoles, 2 de abril de 2014

Cuando fuimos jóvenes


Cuando fuimos jóvenes

Tela serigrafiada. Koldo Mitxelena
Existe, entre la novelística decimonónica, una variante temática a la que no pocos autores se han rendido. Me refiero al modelo de novela que trata el tema de la educación sentimental, es decir, de la formación del individuo en los temas relacionados con el amor. Estas novelas se concentran, por lo tanto, en lo que se conoce por “la edad de merecer”, y sus páginas nos muestran ese torbellino de sentimientos que uno tiene cuando se es joven y se enamora, y el otro parece un cúmulo inasible de virtudes, y las promesas tienen tanta fuerza como frágiles se demuestran muchas veces luego, con el paso del tiempo. Un par de ejemplos de este tipo de novelas son la maravillosa, y de acertado título, La educación sentimental, de Gustave Flaubert (1869), y Washington Square, de Henry James (1880). La primera cuenta los escarceos amorosos de un joven Frédéric Moreau, más arena que cal, y la segunda la azarosa aventura del compromiso matrimonial de Catherine, una pudiente neoyorquina de mediados del siglo XIX. Ambos autores ambientaron sus novelas en, aproximadamente, entre veinte y cuarenta años con anterioridad a la fecha en que fueron escritas, lo cual, junto con las conclusiones obtenidas por numerosos estudios, nos lleva a pensar que ambos estaban hablando de su propia juventud, de su propia experiencia formativa en cuanto a sentimientos. Se dice que La educación sentimental es la historia de Flaubert, enamorado de una mujer mayor cuando no era más que un pubescente francesito que acabaría convirtiéndose en uno de los tres mejores escritores de la historia. Lo mismo le sucede a su personaje. Se dice que Washington Square es la historia real de alguien muy cercano a Henry James. Parece, en cualquier caso, que ambos escritores pretendían, al escribir esas historias, si no exorcizar su propia experiencia formativa, al menos sí tratar de entender y sacar algo en claro de lo que les pasó en aquellos años locos de su juventud.

Pero nada se exorciza si uno no toma distancia, así que ambos literatos escribieron sus libros, y luego, añadieron unos capítulos, acelerados, al final de ellos, en los que se pasa revista a cómo acontecieron las vidas de sus sufridos personajes después del regocijo de hormonas que supuso la juventud. Así, no solo nos muestran el proceso de educación, sino también el resultado de ese proceso. Y el resultado de ese proceso, en ambos casos, parece sugerir lo mismo, lo que creo que dirían Gustave y Henry ya de mayores, y lo que dicen algunos adultos cuando echan la vista atrás. ¡Qué bonito fue! ¡Y cuánto afectó al discurrir de nuestra vida! Y sin embargo, ahora, con la mente preclara que otorga la distancia, cuán ingenuos fuimos, por qué poca cosa desesperábamos y qué poco ceño tuvimos para tomar las riendas. Pero ya se sabe, fue cuando fuimos jóvenes.