Monstruos perfectos
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Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el hacer bien a villanos es echar agua en el mar.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.
Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el hacer bien a villanos es echar agua en el mar.
El fotógrafo Pep Aparisi me pide un texto que incorporar a su último libro de fotografía “Anar, estar, tornar”. Un título que alberga en sí mismo una inquietante proporción, la de que dos tercios de nuestra vida hayan sido viaje, búsqueda, trabajo, persecución, la de que solo una de cada tres veces permanezcamos en la paz del estar. Siempre en movimiento. Siempre anhelando.
Observo las fotos y me retrotraigo al pasado, a mis viajes a València, cuando estudiaba, cuando trabajaba, a los regresos a casa, los kilómetros de asfalto o las vías, las circunvalaciones y las estaciones de tren una tras otra con su música enlatada de anuncio de parada y de anuncio de próxima parada, lo que no es más que una previsión, una alarma de que hay que seguir yendo, avanzando hasta el próximo destino, los paisajes del arroz y la albufera y ese Hollywoodiano atrevimiento repetidos semanalmente como un mantra que va marcando los surcos en la memoria gris de los años cada vez más profundos.
El viaje, eso que solo era un trámite sin importancia, eso que Pep Aparisi convierte en destino, en objetivo y objetivo de su cámara, ahora se me aparece como mi único pasado, mi vida, porque ¿quién se acuerda de las metas? Siempre somos viaje.
El viaje
El sino del viaje, entendido éste como el procedimiento seguido por las personas para llegar desde un punto A a otro B distinto, está inevitablemente marcado por su objetivo: la consecución del Destino. No existe en apariencia ninguna otra razón para hacer un viaje como el expuesto que no sea alcanzar, lo antes posible, el lugar al que se pretende llegar. Me imagino a esos astronautas jóvenes viajando en su nave espacial al encuentro de una nueva inteligencia más allá de los horizontes de nuestra galaxia. Duermen, encofrados y entubados, flotando en sus burbujas gelatinosas durante el largo recorrido de siglos. Y cuando despiertan, ¡están allí!, desde las pequeñas ventanas circulares de la nave divisan las ciudades extraterrestres que se extienden a lo largo y ancho del pequeño planeta, y también los verdes jardines que serpentean como riachuelos flanqueados por los escarpados rascacielos que rompen la común esfericidad que caracteriza a los astros. Están fascinados. Se miran y se preparan para tomar tierra; los extraterrestres los esperan alegres. Han pasado cientos de años en esa nave, años que no han vivido, años que se han perdido en la inmensidad del silencio espacial y ni siquiera han caído en la cuenta. Se levantan de la siesta, desentumecen sus músculos jóvenes, sus pieles tersas, sus sonrisas atractivas y sensuales, y bajan por las escaleras.
Tampoco en los viajes que hacemos aquí, los del día a día, deberíamos envejecer. No es justo, pues los viajes no son la vida de uno, son paréntesis temporales de lo cotidiano, las penurias por las que tenemos que pasar hasta que alguien invente la teletrasportación o, como alternativa, se construyan autocares más rápidos. En cierta forma se asemejan al hecho de caminar al trabajo. Uno sabe que cuenta con doce minutos desde la parada del metro hasta la oficina y no tiene más remedio que perderlos. Sin quererlo, estamos subyugados al pago del impuesto temporal. ¡Qué distintos parecen en cambio, los domingos temprano, aquellos treinta minutos de paseo por la playa...! Y es que siendo lo mismo pasear que caminar al trabajo, ¡qué distinto es su sino! En el primero es él mismo su propio objetivo, discurre al instante. El que pasea, pasea; el segundo no tiene objetivo, sólo se otea en el horizonte futuro, a unas horas, o días, o siglos como a los astronautas: la próxima estación, la oficina, París, la mujer y los hijos al volver de la guerra, mamá y papá mayores ya por Navidad, los extraterrestres con pancartas de bienvenida en el aeropuerto aerospacial...
Alguien debería recoger todos esos minutos que perdemos a lo largo de nuestra existencia en desplazamientos y sumarlos al final de nuestras vidas, de tal forma que, una vez en nuestro lecho, tras recibir los sagrados aceites, un espectro pro-vida llamado Dévola irrumpiese como una exhalación ante los presentes, pálido, solemne y más justo que la propia Muerte anunciase, con la ayuda de una calculadora, que el moribundo tenía derecho aún a un total de los correspondientes minutos más de vida como devolución equivalente al tiempo empleado en todos sus viajes (excluidos, obviamente, los viajes de placer). Tras esta declaración irrefutable, los veladores se disgregarían y el que moría saltaría de un brinco de la cama, fascinado porque segundos antes apenas tenía fuerzas para seguir respirando y ahora, en cambio, sentía correr la sangre por sus venas y su corazón, fuerte como un roble, batir sin miedo bajo su pecho. Saldrían también de la cámara, que quedaría solitaria hasta la próxima reunión, la Dévola y la de la guadaña, refunfuñando ésta como siempre, molesta por el procedimiento de devolución que la obligaba a acudir cuatro y hasta cinco veces a la cita con el mismo moribundo, hasta que éste agotara todas sus devoluciones. Pues pasado el tiempo de la primera devolución, y de nuevo todos reunidos entre sollozos, Dévola volvería a calcular el tiempo que el moribundo había malgastado en viajes durante el primer periodo de devolución, declarando entonces el segundo periodo de devolución, considerablemente reducido esta vez, pues el sujeto no habría dispuesto de tanto tiempo para viajar como durante toda su vida, y volviéndose éste a recuperar, repleto de alegría y energía, entre el júbilo de sus familiares y conocidos una vez más. Justo sería entonces que la muerte se quejara, pues para llevarse a un solo hombre debería acudir a varias citas, con la considerable pérdida de tiempo que eso significaría, y sugeriría que se hiciese una aproximación y se sumase todo ese tiempo automáticamente al final de la vida de cada persona, evitándose así tener que preparar repetidas veladas que tanto hacían sufrir y a tanta gente. Pero Dévola, que tendría más poder que la Vida y la Muerte, sería tajante en eso: “Al muerto lo que es del muerto”.
Y mientras tanto, uno espera en vilo la llegada para continuar con la historia de su vida.
Nikolai Ivanych, que cuando trabaja en la oficina de Hacienda se asustaba de tener opiniones propias, ahora solo decía verdades con tono de ministro: "La educación es necesaria, pero prematura para el pueblo".
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
... no se atrevía a volver a casa. La guerra estaba a punto de terminar y su suegro, que era fascista, podía denunciarlo.
Detrás de cada gran fortuna hay un crimen.
Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban “la señora del perrito”.Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensó Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella.
Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta de espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres.
Sé tú mismo, repetimos una y otra vez. Pero... para ser yo mismo, ¿cómo tengo que ser?
...aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce.
La vida humana acontece solo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas.
Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores. Las aulas se disgregaban. Javier Luendo Martínez se separó de Ana M.ª Cuesta y Richi Hurtado dejó de tratarse con las gemelas Estévez y M.ª Paz Morago abandonó a su novio y la beca, por este orden, y Christian Cruz fue expulsado de la escuela por arrojarle al profesor de Laboratorio un frasco con un feto embalsamado.
Oh sí, arrastrábamos a Platón de clase en clase y una cosa llamada hilomorfismo de alguna corriente olvidable. La revolución rusa se extendía por nuestros cuadernos y en la página setenta y tantos el zar era fusilado entre tachones. Las causas económicas de la guerra eran complejas, no es lo que parece, si bien el impresionismo aportó a la pintura un fresco colorido y una nueva visión de la naturaleza. Mercedes Cifuentes era una alumna muy gorda que no se trataba con nadie y aquel curso regresó fulminantemente delgada y seguía sin tratarse.
Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana, el paso fronterizo que separaba a los amigos como viajeros cambiando de tren con sus bultos entre la nieve y los celadores.
Todos traían unos paquetitos envueltos en papel de color crema, que contenían dinero en efectivo. Nada de cheques ni objetos de regalo: billetes de banco y una tarjeta con el nombre de quien ofrecía el presente. La cantidad de dinero establecía el grado de respeto por el padrino.
Hombres y mujeres apestaban a sudor y ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos.
*La naturaleza humana no dará fruto, al igual que la patata, si se planta una y otra vez, durante demasiadas generaciones, en la misma tierra agotada. Mis hijos han tenido otros lugares de nacimiento y, hasta donde alcance mi control sobre su fortuna, echarán raíces en tierra desacostumbrada.
Tenía aptitudes para la ciencia, así que siguió adelante, se especializó en biología en Columbia y luego ingresó en la Facultad de Medicina. Aguantó dos años, sobre todo porque conoció a Megan y se enamoró de ella. Pero, cuanto más la conocía, más claro empezó a resultarle que él carecía de su dedicación, su empuje. Una noche, mientras estaba estudiando para un examen de farmacia, salió a tomar un café. Caminó unas manzanas para estirar las piernas, y luego unas cuantas más. Siguió caminando por Broadway, un centenar de manzanas a través de Washington Heights hasta Lincoln Center, y luego siguió hasta Chinatown donde, al rayar el alba, próximo al delirio, se detuvo al fin. Descargaban camiones de pescado y verduras, la vida volvía a echarse cautelosamente a la calle. Entró en una panadería, tomó un té y pan de coco, vio un grupo de mujeres chinas sentadas en torno a una mesa al fondo, clasificando una montaña de espinacas. Tomó el tren de regreso hacia las afueras y durmió durante el examen. Empezó a saltarse una clase, luego otra. Transcurrió una semana y, a pesar de su pasividad absoluta, tuvo la sensación de que estaba alcanzando el mayor logro de su vida. Dejó la carrera, sin decírselo a sus padres hasta que terminó el semestre. Esperaba que Megan rompiera con él, pero ella respetó su decisión y siguió a su lado. Casi a modo de broma, tras abandonar la carrera de Medicina, solicitó entrar en la Facultad de Periodismo en Columbia pero no lo admitieron.
Ese pobre pueblo era más feliz cuando los señores y los obispos moderaban el absolutismo del rey. Ahora los industriales lo explotan. Caerá en la esclavitud.
En esas fiestas siempre hay alguien vomitando en el cuarto de baño, pegándose un chute o esnifando, y a Nelson también le molesta. No es que le preocupe especialmente, se trata sólo de que está harto de ser joven. Es un constante malgastar de energías.