lunes, 25 de febrero de 2013

Anar, estar, tornar



Anar, estar, tornar





El fotógrafo Pep Aparisi me pide un texto que incorporar a su último libro de fotografía “Anar, estar, tornar”. Un título que alberga en sí mismo una inquietante proporción, la de que dos tercios de nuestra vida hayan sido viaje, búsqueda, trabajo, persecución, la de que solo una de cada tres veces permanezcamos en la paz del estar. Siempre en movimiento. Siempre anhelando.
Observo las fotos y me retrotraigo al pasado, a mis viajes a València, cuando estudiaba, cuando trabajaba, a los regresos a casa, los kilómetros de asfalto o las vías, las circunvalaciones y las estaciones de tren una tras otra con su música enlatada de anuncio de parada y de anuncio de próxima parada, lo que no es más que una previsión, una alarma de que hay que seguir yendo, avanzando hasta el próximo destino, los paisajes del arroz y la albufera y ese Hollywoodiano atrevimiento repetidos semanalmente como un mantra que va marcando los surcos en la memoria gris de los años cada vez más profundos. 
El viaje, eso que solo era un trámite sin importancia, eso que Pep Aparisi convierte en destino, en objetivo y objetivo de su cámara, ahora se me aparece como mi único pasado, mi vida, porque ¿quién se acuerda de las metas? Siempre somos viaje. 



El viaje 

El sino del viaje, entendido éste como el procedimiento seguido por las personas para llegar desde un punto A a otro B distinto, está inevitablemente marcado por su objetivo: la consecución del Destino. No existe en apariencia ninguna otra razón para hacer un viaje como el expuesto que no sea alcanzar, lo antes posible, el lugar al que se pretende llegar. Me imagino a esos astronautas jóvenes viajando en su nave espacial al encuentro de una nueva inteligencia más allá de los horizontes de nuestra galaxia. Duermen, encofrados y entubados, flotando en sus burbujas gelatinosas durante el largo recorrido de siglos. Y cuando despiertan, ¡están allí!, desde las pequeñas ventanas circulares de la nave divisan las ciudades extraterrestres que se extienden a lo largo y ancho del pequeño planeta, y también los verdes jardines que serpentean como riachuelos flanqueados por los escarpados rascacielos que rompen la común esfericidad que caracteriza a los astros. Están fascinados. Se miran y se preparan para tomar tierra; los extraterrestres los esperan alegres. Han pasado cientos de años en esa nave, años que no han vivido, años que se han perdido en la inmensidad del silencio espacial y ni siquiera han caído en la cuenta. Se levantan de la siesta, desentumecen sus músculos jóvenes, sus pieles tersas, sus sonrisas atractivas y sensuales, y bajan por las escaleras.
Tampoco en los viajes que hacemos aquí, los del día a día, deberíamos envejecer. No es justo, pues los viajes no son la vida de uno, son paréntesis temporales de lo cotidiano, las penurias por las que tenemos que pasar hasta que alguien invente la teletrasportación o, como alternativa, se construyan autocares más rápidos. En cierta forma se asemejan al hecho de caminar al trabajo. Uno sabe que cuenta con doce minutos desde la parada del metro hasta la oficina y no tiene más remedio que perderlos. Sin quererlo, estamos subyugados al pago del impuesto temporal. ¡Qué distintos parecen en cambio, los domingos temprano, aquellos treinta minutos de paseo por la playa...! Y es que siendo lo mismo pasear que caminar al trabajo, ¡qué distinto es su sino! En el primero es él mismo su propio objetivo, discurre al instante. El que pasea, pasea; el segundo no tiene objetivo, sólo se otea en el horizonte futuro, a unas horas, o días, o siglos como a los astronautas: la próxima estación, la oficina, París, la mujer y los hijos al volver de la guerra, mamá y papá mayores ya por Navidad, los extraterrestres con pancartas de bienvenida en el aeropuerto aerospacial...
Alguien debería recoger todos esos minutos que perdemos a lo largo de nuestra existencia en desplazamientos y sumarlos al final de nuestras vidas, de tal forma que, una vez en nuestro lecho, tras recibir los sagrados aceites, un espectro pro-vida llamado Dévola irrumpiese como una exhalación ante los presentes, pálido, solemne y más justo que la propia Muerte anunciase, con la ayuda de una calculadora, que el moribundo tenía derecho aún a un total de los correspondientes minutos más de vida como devolución equivalente al tiempo empleado en todos sus viajes (excluidos, obviamente, los viajes de placer). Tras esta declaración irrefutable, los veladores se disgregarían y el que moría saltaría de un brinco de la cama, fascinado porque segundos antes apenas tenía fuerzas para seguir respirando y ahora, en cambio, sentía correr la sangre por sus venas y su corazón, fuerte como un roble, batir sin miedo bajo su pecho. Saldrían también de la cámara, que quedaría solitaria hasta la próxima reunión, la Dévola y la de la guadaña, refunfuñando ésta como siempre, molesta por el procedimiento de devolución que la obligaba a acudir cuatro y hasta cinco veces a la cita con el mismo moribundo, hasta que éste agotara todas sus devoluciones. Pues pasado el tiempo de la primera devolución, y de nuevo todos reunidos entre sollozos, Dévola volvería a calcular el tiempo que el moribundo había malgastado en viajes durante el primer periodo de devolución, declarando entonces el segundo periodo de devolución, considerablemente reducido esta vez, pues el sujeto no habría dispuesto de tanto tiempo para viajar como durante toda su vida, y volviéndose éste a recuperar, repleto de alegría y energía, entre el júbilo de sus familiares y conocidos una vez más. Justo sería entonces que la muerte se quejara, pues para llevarse a un solo hombre debería acudir a varias citas, con la considerable pérdida de tiempo que eso significaría, y sugeriría que se hiciese una aproximación y se sumase todo ese tiempo automáticamente al final de la vida de cada persona, evitándose así tener que preparar repetidas veladas que tanto hacían sufrir y a tanta gente. Pero Dévola, que tendría más poder que la Vida y la Muerte, sería tajante en eso: “Al muerto lo que es del muerto”.
Y mientras tanto, uno espera en vilo la llegada para continuar con la historia de su vida.



El viaje. Altramuces, 2006. Paco Camarena. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario