lunes, 11 de marzo de 2013

Instantáneas de Nueva York I - Llegar



Instantáneas de Nueva York
I

Llegamos a Nueva York en pleno verano. Hacía calor, estábamos cansados, no teníamos demasiado dinero y la persona que supuestamente tenía que pasar a recogernos no aparecía por ningún lado. Pero estábamos allí, con los pies en la tierra utópica, y es difícil desanimarse cuando las perspectivas del viaje son tan altas. Ni aunque a uno se le pasasen por la cabeza momentáneamente los peores augurios, como que finalmente no viniese nadie a buscarnos y la prometida habitación en el Bronx que debería darnos cobijo y tiempo, hasta que encontrásemos un apartamento, se esfumase, desapareciese, y nos quedásemos desamparados en busca de un hotel por las desconocidas calles de la ciudad abstracta, de la ciudad en la que ya había estado antes, sí, en las novelas y en las películas e incluso una vez en carne y hueso, antes de lo de las torres, pero la ciudad que para mí todavía era sólo Times Square y aledaños, flashes de Central Park, del Moma, del Metropolitan, carteles escritos en chino que vi desde un autobús, fotografías del amanecer eléctrico en la noche desde el Empire State Building, sonidos de tambores en la cola eterna hacia la Liberty Island.
Uno llega a Nueva York y se monta en un taxi amarillo o en un taxi como el de Benny, de los negros, y entonces lo que hace es mirar por la ventanilla y esperar en ascuas a que aparezca el perfil de rascacielos en el horizonte. Por el camino se atraviesan barriadas pobres de casas estrechas de madera con tejados a dos aguas, pintadas con colores pastel embrutecidos por el polvo y la polución, con jardines descuidados y minúsculos en los que apenas pueden ondear sus banderas ajadas por el tiempo, con hileras de automóviles que emanan del aeropuerto y cada día pasan frente a sus ventanas. Se divisan también tras el cristal patios de cemento con canastas en las que juegan jóvenes negros espléndidos, sudaderas grises, logotipos de los Yankees, parques a los que no te gustaría acercarte y que están tan lejos de todo como el mismo pueblo del que vienes.
El taxi lo supera todo poco a poco, avanzando con la corriente; luego toma circunvalaciones que dan a autovías de cuatro carriles y sobre alguna hondonada divisas el skyline difuminado por la bruma, envuelto en el smoke plateado, como dibujado sobre un pedazo de firmamento pálido. Es una ciudad casi traslúcida, fantasmagórica, que se va quedando a un lado a medida que te adentras en uno de sus barrios continentales.
Así llegamos hoy a Nueva York los europeos, en coche, por tierra, por la puerta de atrás. Envidio las vistas que contemplarían nuestros antepasados que alcanzaban la isla en barco, tras semanas de navegación, la cabeza repleta de esperanzas y el recuerdo de los suyos como una gargajo angustioso en el paladar: la estatua de la diosa libertad “como iluminada por un resplandor repentino de luz solar” que ve Karl Rossman desde el barco en El desaparecido; las caras anonadadas de admiración de los pasajeros que acompañan a Vito Andolini antes de pasar los exámenes médicos en la Isla de Ellis en la segunda parte de El padrino; los emigrantes de Ragtime que pudieron disfrutar los contornos neoclásicos de los primeros rascacielos del Downtown: el Singer, el Whitehall, el West, el Woolworth, el World. Algunos ya ni siquiera existen.

sábado, 9 de marzo de 2013

MP 43



Monstruos perfectos
-43-
La Creación está hecha de una materia ondulante y fugaz. ¡Sería mejor que nos ocupáramos de otra cosa!
Bouvard y Pecuchet, 1881. Gustave Flaubert.

viernes, 8 de marzo de 2013

MP 42



Monstruos perfectos
-42-
Había en su aspecto algo lúbrico, inquietante y amenazador; se figuraba uno que aquella mujer debía de tener vicios extraños, que era capaz de cometer crímenes.
Mala hierba, 1904. Pío Baroja.

jueves, 7 de marzo de 2013

MP 41



Monstruos perfectos
-41-
Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir.
Don Juan, 1665. Molière.

miércoles, 6 de marzo de 2013

MP 40



Monstruos perfectos
-40-
Digo asimismo que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe. Y esta mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta, que sirven para adorno de las repúblicas.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

lunes, 4 de marzo de 2013

¿Quieres hacer el favor de hablar de cuando hablamos de catedrales?


¿Quieres hacer el favor de hablar de cuando hablamos de catedrales?


Releo Catedral y me sorprendo redescubriendo la grandeza de Carver, quedándome de nuevo atrapado entre las frases áridas de sus relatos secos como páramos, comprobando cómo se me instala en la mente una sospecha, la de que hay mucho más de lo que me están contando, o la de que en realidad lo que me están contando no es lo más importante, no es de lo que va el cuento. Hay escritores que inventan una nueva manera de escribir y se quedan tan anchos. Carver es uno de ellos. Con indudables influencias como su idolatrado Chéjov, el mismo Salinger, y hasta su entrometido editor, Gordon Lish, fue capaz de dar un paso más en la evolución de la narrativa del siglo XX y proponer, dentro de eso que se dio en llamar Realismo Sucio (que no deja de ser una temática o un enfoque), esa escritura de la elipsis y de la puerta trasera.

Si tal y como explica Vargas Llosa en los encuentros con maestros “una historia bien escrita debe de ser persuasiva”, es decir, debe convencer al lector de que lo que lee es la realidad, Carver, que escribe cuentos, que no cuenta con la posibilidad de hacer largas descripciones, detallados análisis psicológicos, extensas escenas de acción, mostrar la evolución de un personaje, nos demuestra que en la literatura, como en el sexo, tan poderoso es a veces sugerir como mostrar.

Escribió tres libros de relatos de peso: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, De qué hablamos cuando hablamos de amor y Catedral. Ponerle este último título a un libro y no resultar pretencioso lo dice todo.


Mi matrimonio se acababa de venir abajo. Yo no encontraba trabajo. Tenía otra chica. Pero estaba fuera de la ciudad. Total que estaba en un bar tomándome una cerveza, y había dos mujeres sentadas unos taburetes más allá, y una de ellas empezó a hablarme.
-¿Tienes coche?
-Sí, pero no lo he traído -dije.
El coche lo tenía mi mujer. Yo estaba viviendo con mis padres. A veces les cogía el coche. Pero aquella noche había salido a pie.La otra mujer me miró. Tenían las dos unos cuarenta años, quizá más. La primera le dijo a la segunda:
-¿Qué le has preguntado?
-Que si tenía coche.
-¿Así que tienes coche? -me dijo la segunda mujer.
-Se lo estaba explicando. Tengo coche. Pero no lo he traído -dije.
La primera mujer rió.
-Hemos tenido una idea genial y necesitamos un coche para ponerla en práctica. 
-Qué pena. -Se volvió al camarero y le pidió otras dos cervezas.
Yo había estado haciendo durar la mía, pero ahora me bebí de un trago lo que quedaba pensando que a lo mejor me invitaban a otra.  Pero no.

Escuela nocturna.
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, 1976. Raymond Carver.

sábado, 2 de marzo de 2013

MP 39


Monstruos perfectos
-39-
He pensado lo siguiente: para que el suceso más trivial se convierta en aventura es necesario y suficiente contarlo. Eso es lo que engaña a la gente; el hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede, y trata de vivir su vida como si la contara.
La nausea, 1938. Jean Paul Sartre.

viernes, 1 de marzo de 2013

MP 38



Monstruos perfectos
-38-
Bouvard imaginó a Europa hundida en un abismo.
Bouvard y Pecuchet, 1881. Gustave Flaubert.

jueves, 28 de febrero de 2013

MP 37



Monstruos perfectos
-37-
"Sí", dijo el Ujier, "son acusados, todos los que ve aquí son acusados". "¿De veras?", dijo K. "Entonces son compañeros míos."
El proceso, 1925 . Franz Kafka.

miércoles, 27 de febrero de 2013

MP 36



Monstruos perfectos
-36-
Siempre, Sancho, lo he oído decir: que el hacer bien a villanos es echar agua en el mar.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

lunes, 25 de febrero de 2013

Anar, estar, tornar



Anar, estar, tornar





El fotógrafo Pep Aparisi me pide un texto que incorporar a su último libro de fotografía “Anar, estar, tornar”. Un título que alberga en sí mismo una inquietante proporción, la de que dos tercios de nuestra vida hayan sido viaje, búsqueda, trabajo, persecución, la de que solo una de cada tres veces permanezcamos en la paz del estar. Siempre en movimiento. Siempre anhelando.
Observo las fotos y me retrotraigo al pasado, a mis viajes a València, cuando estudiaba, cuando trabajaba, a los regresos a casa, los kilómetros de asfalto o las vías, las circunvalaciones y las estaciones de tren una tras otra con su música enlatada de anuncio de parada y de anuncio de próxima parada, lo que no es más que una previsión, una alarma de que hay que seguir yendo, avanzando hasta el próximo destino, los paisajes del arroz y la albufera y ese Hollywoodiano atrevimiento repetidos semanalmente como un mantra que va marcando los surcos en la memoria gris de los años cada vez más profundos. 
El viaje, eso que solo era un trámite sin importancia, eso que Pep Aparisi convierte en destino, en objetivo y objetivo de su cámara, ahora se me aparece como mi único pasado, mi vida, porque ¿quién se acuerda de las metas? Siempre somos viaje. 



El viaje 

El sino del viaje, entendido éste como el procedimiento seguido por las personas para llegar desde un punto A a otro B distinto, está inevitablemente marcado por su objetivo: la consecución del Destino. No existe en apariencia ninguna otra razón para hacer un viaje como el expuesto que no sea alcanzar, lo antes posible, el lugar al que se pretende llegar. Me imagino a esos astronautas jóvenes viajando en su nave espacial al encuentro de una nueva inteligencia más allá de los horizontes de nuestra galaxia. Duermen, encofrados y entubados, flotando en sus burbujas gelatinosas durante el largo recorrido de siglos. Y cuando despiertan, ¡están allí!, desde las pequeñas ventanas circulares de la nave divisan las ciudades extraterrestres que se extienden a lo largo y ancho del pequeño planeta, y también los verdes jardines que serpentean como riachuelos flanqueados por los escarpados rascacielos que rompen la común esfericidad que caracteriza a los astros. Están fascinados. Se miran y se preparan para tomar tierra; los extraterrestres los esperan alegres. Han pasado cientos de años en esa nave, años que no han vivido, años que se han perdido en la inmensidad del silencio espacial y ni siquiera han caído en la cuenta. Se levantan de la siesta, desentumecen sus músculos jóvenes, sus pieles tersas, sus sonrisas atractivas y sensuales, y bajan por las escaleras.
Tampoco en los viajes que hacemos aquí, los del día a día, deberíamos envejecer. No es justo, pues los viajes no son la vida de uno, son paréntesis temporales de lo cotidiano, las penurias por las que tenemos que pasar hasta que alguien invente la teletrasportación o, como alternativa, se construyan autocares más rápidos. En cierta forma se asemejan al hecho de caminar al trabajo. Uno sabe que cuenta con doce minutos desde la parada del metro hasta la oficina y no tiene más remedio que perderlos. Sin quererlo, estamos subyugados al pago del impuesto temporal. ¡Qué distintos parecen en cambio, los domingos temprano, aquellos treinta minutos de paseo por la playa...! Y es que siendo lo mismo pasear que caminar al trabajo, ¡qué distinto es su sino! En el primero es él mismo su propio objetivo, discurre al instante. El que pasea, pasea; el segundo no tiene objetivo, sólo se otea en el horizonte futuro, a unas horas, o días, o siglos como a los astronautas: la próxima estación, la oficina, París, la mujer y los hijos al volver de la guerra, mamá y papá mayores ya por Navidad, los extraterrestres con pancartas de bienvenida en el aeropuerto aerospacial...
Alguien debería recoger todos esos minutos que perdemos a lo largo de nuestra existencia en desplazamientos y sumarlos al final de nuestras vidas, de tal forma que, una vez en nuestro lecho, tras recibir los sagrados aceites, un espectro pro-vida llamado Dévola irrumpiese como una exhalación ante los presentes, pálido, solemne y más justo que la propia Muerte anunciase, con la ayuda de una calculadora, que el moribundo tenía derecho aún a un total de los correspondientes minutos más de vida como devolución equivalente al tiempo empleado en todos sus viajes (excluidos, obviamente, los viajes de placer). Tras esta declaración irrefutable, los veladores se disgregarían y el que moría saltaría de un brinco de la cama, fascinado porque segundos antes apenas tenía fuerzas para seguir respirando y ahora, en cambio, sentía correr la sangre por sus venas y su corazón, fuerte como un roble, batir sin miedo bajo su pecho. Saldrían también de la cámara, que quedaría solitaria hasta la próxima reunión, la Dévola y la de la guadaña, refunfuñando ésta como siempre, molesta por el procedimiento de devolución que la obligaba a acudir cuatro y hasta cinco veces a la cita con el mismo moribundo, hasta que éste agotara todas sus devoluciones. Pues pasado el tiempo de la primera devolución, y de nuevo todos reunidos entre sollozos, Dévola volvería a calcular el tiempo que el moribundo había malgastado en viajes durante el primer periodo de devolución, declarando entonces el segundo periodo de devolución, considerablemente reducido esta vez, pues el sujeto no habría dispuesto de tanto tiempo para viajar como durante toda su vida, y volviéndose éste a recuperar, repleto de alegría y energía, entre el júbilo de sus familiares y conocidos una vez más. Justo sería entonces que la muerte se quejara, pues para llevarse a un solo hombre debería acudir a varias citas, con la considerable pérdida de tiempo que eso significaría, y sugeriría que se hiciese una aproximación y se sumase todo ese tiempo automáticamente al final de la vida de cada persona, evitándose así tener que preparar repetidas veladas que tanto hacían sufrir y a tanta gente. Pero Dévola, que tendría más poder que la Vida y la Muerte, sería tajante en eso: “Al muerto lo que es del muerto”.
Y mientras tanto, uno espera en vilo la llegada para continuar con la historia de su vida.



El viaje. Altramuces, 2006. Paco Camarena. 

sábado, 23 de febrero de 2013

MP 35


Monstruos perfectos
-35-
Nikolai Ivanych, que cuando trabaja en la oficina de Hacienda se asustaba de tener opiniones propias, ahora solo decía verdades con tono de ministro: "La educación es necesaria, pero prematura para el pueblo".
Las grosellas , 1885. Anton Chéjov.

viernes, 22 de febrero de 2013

MP 34


Monstruos perfectos
-34-
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Un día perfecto para el pez plátano. Nueve cuentos, 1953. J. D. Salinger.

jueves, 21 de febrero de 2013

MP 33



Monstruos perfectos
-33-
... no se atrevía a volver a casa. La guerra estaba a punto de terminar y su suegro, que era fascista, podía denunciarlo.
La buena letra, 1992. Rafael Chirbes .

miércoles, 20 de febrero de 2013

MP 32


Monstruos perfectos
-32-
Detrás de cada gran fortuna hay un crimen.
La posada roja, 1832. Honore Balzac.

lunes, 18 de febrero de 2013

Entrarle a una tía


Entrarle a una tía

Chéjov es al cuento moderno lo que Flaubert a la novela moderna: su inventor y única referencia. En ambos existe ya la economía del lenguaje, el acierto en la descripción de las emociones, la sonoridad, la palabra justa, el control del ritmo narrativo y sobre todo esa especie de necesidad que radica en el seno de sus historias de que ocurra lo que tiene que ocurrir, lo que es natural, lo que no puede ser de otra manera. Como si el destino de sus personajes estuviese ya  prefijado desde el primer párrafo, uno avanza en su lectura con la credibilidad que le da la normal evolución de los acontecimientos, con la tensión y el ansia de resolver los destinos de esos personajes que parecen de carne y hueso, y con el deleite de leer frases ajustadas, precisas, emotivas e insustituibles.

En literatura sin credibilidad no hay nada, ni siquiera intriga ni interés; sin credibilidad, un muerto en la primera página puede resultar ridículo y aburrido. Sin embargo, la vida de cualquiera de nosotros puede burbujear de emociones si es contada de forma creíble por un maestro como Chéjov, lo cual no es nada fácil. Imaginen esta situación cotidiana: un hombre ve a una mujer sentada en un café y decide conocerla. Nada más sencillo que acometer la escritura de una escena semejante para hacer el ridículo más espantoso. El abordaje entre sexos es cosa ardua, tanto en los libros como en la vida real. Para hacerlo bien hay que tener gracia, y se hace mejor cuanto más se practica.

Cuando leí hace años a Chéjov me pareció un escritor sencillo, casi trivial, que iba al grano, lo que no menoscababa la valoración que tenía de su obra, sino todo lo contrario. Le imaginaba como un escritor con talento, que cuando dejaba de ejercer como médico se sentaba un rato y escribía un cuento espléndido. Hoy, lo releo y descubro al artesano, al cirujano que necesita cortar primero el tendón para luego adentrarse hacia el órgano vital, al escritor que antes de empezar prepara el camino y nos dice que esa chica del café es joven e inexperta, como la hija de él, y que está casada, tal vez mal casada, como también lo está él. Y entonces, en el fluido de la realidad comienzan a formarse diminutas burbujitas que oscilan inestables, danzan arriba y abajo, chocan entre sí, se adhieren, cavitan: la normalidad comienza a ponerse interesante.

Se decía que en el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que llevaba quince días en Yalta y era ya de los habituados, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Sentado en el restaurante de Vernet, vio pasar por la explanada a una señora joven, rubia, de mediana estatura y tocada de boina. Tras ella corría un perrito de Pomerania blanco. Más tarde tropezó con ella varias veces al día en el jardín municipal y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y con el perro blanco. Nadie sabía quién era y la llamaban “la señora del perrito”.Si está aquí sin el marido y no tiene amistades -pensó Gurov-, valdría la pena trabar conocimiento con ella.
Gurov no había llegado todavía a la cuarentena, pero tenía una hija de doce años y dos hijos en la escuela secundaria. Le habían casado temprano, cuando aún estaba en el segundo año de universidad, y ahora su mujer parecía tener veinte años más que él. Era alta, tiesa, de cejas oscuras, grave, altanera y, como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba una ortografía abreviada en sus cartas y llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri. Él, allá en sus adentros, la tenía por necia, angosta de espíritu y desaliñada. Le tenía miedo y no gustaba de quedarse en casa. Ya hacía tiempo que la engañaba, la engañaba a menudo y quizá por ello decía pestes de las mujeres.
La señora del perrito y otros cuentos, 1899. Anton Chéjov.

viernes, 15 de febrero de 2013

MP 31


Monstruos perfectos
-31-
Sé tú mismo, repetimos una y otra vez. Pero... para ser yo mismo, ¿cómo tengo que ser?
Un mundo de gente incompleta. Una semana en el motor de un autobús, 1998. Los planetas.


jueves, 14 de febrero de 2013

MP 30


Monstruos perfectos
-30-
...aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce.
El ingenioso hidalgo, 1605. Miguel de Cervantes.

miércoles, 13 de febrero de 2013

MP 29



Monstruos perfectos
-29-
La vida humana acontece solo una vez y por eso nunca podremos averiguar cuáles de nuestras decisiones fueron correctas y cuáles fueron incorrectas.
La insoportable levedad del ser, 1984. Milan Kundera.