Roma no paga a traidores
Salgan aquí los buenos. Por eso no mentaremos
los nombres de hoy. Leo y el texto parece manar de un gran megáfono colocado en
lo alto de una colina cuyas vistas cubren la ciudad para que todos nos
enteremos. Las cosas bien claritas, bien obvias. Y por allí van pasando los
diferentes personajes, todos de cartón piedra, si acaso alguno toma un cariz
humano por un instante; pero eso, apenas un instante. Viene uno y dice lo que
tiene que decir. Luego viene otro y le contesta lo que tiene que contestar, y
te preguntas por qué dicen eso, qué pobre vida les han dado para tener que
llegar y decir precisamente lo que le viene bien a la historia, casi ni eso, al
enigma con el que se sostiene la historia. La novela se transforma así en un
disparatado entrar y salir de gente en habitaciones, cada uno con su diálogo
aprendido de memoria, cada uno con sus reacciones tan a flor de piel que te las
imaginas ya cuando les ves venir por el pasillo, casi diez páginas antes de que
lleguen.
El lector engañado, timado, se va frustrando y leyendo por encima,
rapidito, a ver qué se le ha ocurrido al escritor efectivo para rematar ese
enigma con el que se vendió el libro, como una cuña publicitaria, y al final
resulta que ni eso, que ni siquiera el enigma era sólido, sino que era una
patraña, una verdad a medias, así como escondida con malas artes, para vendernos
el crecepelo y largarse con los 20 euretes.
Así que no. No me has entretenido,
me has hecho perder mi tiempo, así de claro, vendiéndome un producto mediocre
con alevosía. Por eso no te debo pasta, si acaso tú me la debes a mí.
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