lunes, 25 de marzo de 2013

El artista del mundo vetusto


El artista del mundo vetusto


Al contrario que en política, en literatura la credibilidad lo es todo. Si mientras lees te asalta la sospecha de que lo que estás leyendo es mentira,  mal asunto, aunque de hecho lo sea. Y no tiene nada que ver con el género, la novela más fantástica puede ser tan creíble como la más realista, con lo que tiene que ver es con la capacidad del autor para crear un mundo y unos personajes imaginarios cuya coherencia interna aplaste cualquier sombra de sospecha sobre su ficcionalidad.

Es curioso que se las denomine "obras de ficción" (del latín fictus, que significa fingido) cuando lo que precisamente persiguen es parecer reales, auténticas. En cualquier caso, no  está de más que lo dejen claro desde el principio, no sea que nos pase como al famoso hidalgo manchego.

Puesto que conseguir este efecto creacionista no es tarea fácil, parece lógico que cada escritor se aferre a sus mejores cualidades para lograrlo. Por ejemplo, es conveniente utilizar personajes que a uno le salgan bien. Así, escritores como Salinger, utilizan casi siempre niños o pubescentes en sus historias. Es lo que sabe hacer. Raymon Carver, sin embargo, huye de los niños y se centra en utilizar hombres de mediana edad, normalmente hundidos anímica y económicamente. A Vargas Llosa, por ejemplo, le quedan bien los niños y los adultos, pero siempre que estén enfrentados con una institución más poderosa que ellos mismos.

El caso de Kazuo Ishiguro es sorprendente. Se ha empeñado en escribir historias de jóvenes, cuando a él, es evidente que lo que le sale bien es escribir sobre abueletes nostálgicos. Eso lo borda.

El artista del mundo flotante es una novela de una sutileza como pocas se han visto, que narra, con una voz tan delicada que parece que se vaya a romper en cualquier instante, la situación de un pintor japonés reconocido pero venido a menos tras el cambio de paradigma moral que prosigue a la derrota de su país en la Segunda Guerra Mundial. La pérdida del estatus por la senectud queda tan delicadamente descrita en esta historia, que cualquier trama con un poco de fuerza la destrozaría. Por esta razón Ishiguro decide que su trama sea cosa menor: un pequeño problema familiar. Lo mismo sucede, aunque a mi juicio con peor resultado (aun tratándose de una gran novela), en Los restos del día: de nuevo un hombre mayor que observa impotente cómo lo que siempre había considerado importante pierde su valor, se convierte en una mera curiosidad a los ojos de las nuevas generaciones.

Pero escribir dos libros sobre abueletes es suficiente, debió de pensar Ishiguro un día. Y se puso a hacer lo contrario, escribir historias de jóvenes envueltos en tramas enrevesadas. Y claro, le salieron jóvenes pelmazos y nostálgicos, que aún no han empezado a vivir y ya parece que estén preparados para marcharse de este mundo.

No he podido terminar Cuando fuimos huérfanos ni Nunca me abandones. Tal vez sea culpa mía. O tal vez tenga razón el refrán. "Zapatero, a tus zapatos". Se dice que siempre la tienen.


Así, durante aproximadamente dos años después de la muerte del señor Bremann, mi señor y sir David Cardinal, su más íntimo aliado en aquella época, lograron reunir a un amplio círculo de celebridades, todas las cuales coincidían en que la situación en Alemania era ya insostenible. Y no sólo había ingleses y alemanes, también venían belgas, franceses, italianos y suizos. Entre ellos se contaban diplomáticos y políticos de importancia, clérigos distinguidos, militares retirados, escritores y pensadores. Algunos de estos caballeros tenían la firme convicción, al igual que mi señor, de que en Versalles no se había jugado limpio y de que era inmoral seguir castigando a una nación por una guerra que ya había terminado. Otros, naturalmente, mostraban menos preocupación por Alemania o por sus habitantes, pero pensaban que el caos económico del país, si no se frenaba, podía extenderse con rapidez al resto del mundo.
A finales de 1922 mi señor ya encaminaba sus esfuerzos hacia un objetivo concreto, a saber, reunir en Darlington Hall a los caballeros más influyentes que había conseguido poner de su parte, con el fin de organizar un encuentro internacional «extraoficial» en el que se discutiese de qué modo sería posible hacer revisar las duras condiciones del tratado de Versalles. Sólo que, para que el encuentro surtiese efecto en los foros internacionales «oficiales», debía tener suficiente peso. De hecho, ya se habían celebrado varios encuentros con el propósito de revisar el tratado. El único resultado, sin embargo, había sido crear mayor confusión y resentimiento.   
Los restos del día, 1989. Kazuo Ishiguro.

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